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Carmen Camacho
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Nada más oír los gritos de don José Galán avisando de que la filoxera había comenzado a invadir las viñas del marco el marqués dispuso que enjaezaran la araña spider y ordenó al ingeniero que lo acompañara. Mencía no lo dudó y de un salto se subió en el asiento trasero, el destinado al lacayo.
El marqués tomó la carretera de Sevilla en dirección a Ducha. Cuando llegaron a la viña todo era un caos. Se dirigió al caserío y enseguida salió a recibirle el dueño.
–Esto es la ruina de nuestras viñas –se dolía–.
Sobre una mesa habían colocado una cepa. En las yemas se veían cientos de huevecillos, amarillos y ovalados como granos de arroz. Sobre las hojas se movía una tropa ínfima y desmandada de insectos de alas membranosas.
–No vuelan demasiado lejos –explicó don José Galán–, apenas doscientos metros, pero el viento les facilita el trabajo. Se dejan llevar por él y así han viajado desde Alemania hasta Málaga y de Málaga aquí. Incluso han cruzado el Canal de la Mancha y el Mediterráneo, de Francia a Sicilia. Estos malditos bichos son tan listos como dañinos.
Al poco, apareció Álvaro. Nada más bajarse del caballo, sin quitarse siquiera las espuelas, corrió hacia la mesa en la que se había dispuesto la cepa infectada por la filoxera. Estaba muy concentrado examinando aquella tropa mínima, tan funesta para la vid.
–¿Y ahora qué hacemos? –preguntó el dueño del cortijo dirigiéndose al marqués–.
–Reunirnos enseguida –respondió él–. Me consta que Pepe de Soto tenía algún plan para cuando llegara la plaga. ¿Sabe usted algo de eso, don José?
El ingeniero respondió:
–Sí, lleva un tiempo intentando repoblar su viña con vides americanas. Lo que ignoro es el resultado.
–Pues vamos inmediatamente a hablar con él. Seguro que estará en la viña –replicó el marqués–. Ordenaré a unos empleados de la bodega que avisen a todos los viñateros del marco de que vamos a reunirnos esta tarde en el Círculo de Labradores. No hay tiempo que perder.
El esfuerzo de don José de Soto no había producido los resultados que esperaba, pero los expertos coincidían en que su idea era acertada y que no había que desesperarse por el estrago que iba a causar la plaga en la zona. “Será la ruina para muchos –explicaba un botánico de Madrid–, pero quienes resistan saldrán fortalecidos, ya que se acabará con ese excedente de viñas que asola el sector con la misma virulencia que el bichito”.
Mencía no dejó de asistir ni a una sola de las reuniones que mantuvieron durante esos meses los viticultores. A unas, fue con su padre; a otras, con don José Galán. Incluso a varias, asistió sola.
A los hombres no les gustaba su presencia entre ellos, pero Mencía no se dejaba intimidar por la descortesía de algunos cuando ella hablaba. Les chocaba su presencia, primero porque era una mujer y, después, porque sus argumentos estaban llenos de lógica y ofrecía soluciones que no se les habían ocurrido a ellos. Al acabar una reunión, después de que se hubieran marchado Mencía y su padre, el dueño de la viña ‘La Silente’ exclamó: “La muchacha ha salido a su bisabuelo y a su abuelo, porque su madre tiene muy pocas luces, y su padre, mucho título y muy bien vestido siempre, pero un sinvergüenza. Vamos, lo que aquí se llama un florido malarate”. Los demás asintieron riéndose.
Transcurrían los meses y no se encontraban soluciones para combatir la plaga.
Además, se produjo un agravamiento de la situación económica de los bodegueros del marco porque los californianos empezaban a exportar sus vinos a los países europeos con precios contra los que ellos no podían competir. Pero, lo peor de todo fue que comenzó a diseminarse por todo el continente la leyenda negra del vino de la tierra: que si se le echaba mucho yeso a la uva antes de pisarla y ello perjudicaba la salud; que no podía haber vinos naturales de más de quince grados, cuando los de allí superaban los quince y medio; que si producían la gota…
Fue la primera vez que Mencía oyó decir a su padre: “Si esto sigue así, tendremos que vender las viñas”.
Sintió un temblor frío en la frente y en las manos la ausencia palpable de su abuelo.
A los pocos días, apareció en su casa el conde de Henestrosa. Mencía se acordó de la conversación de su padre y se preguntó si sería a él a quien quería vender las viñas.
Durante unos minutos estuvo dudando qué hacer, pero al fin le pudo la curiosidad. Salió al almijar y se sentó debajo de la ventana de la biblioteca, en donde charlaban el conde y su padre. Oyó la voz de éste:
–Si no te interesa comprar mis viñas, préstame trescientas mil pesetas. Ya sabes que las ventas de brandy no han caído como las de los vinos, sino que van muy bien. Lo que ocurre es que los distribuidores de Filipinas y Méjico tardan unos seis meses en pagar. En cuanto reciba el pago de las botas que mandé hace un par de meses te devolveré el dinero. Si no fuera por las pérdidas de las viñas no me vería en esta situación.
–Te lo vengo advirtiendo desde hace mucho tiempo. Todo el mundo se extraña de que mi bodega, que es la que vende más vino en el marco, no tenga viñas, pero mi padre se negaba a tener tierras. Cuando le preguntaban por qué, él contestaba siempre repitiendo el refrán: “la viña y el potro, que los cuide otro”. Vendió en la época buena todas las que heredó y dedicó el dinero a construir nuevas bodegas y mejorar las que ya tenía. Tú, en cambio, no se entiende que, dedicándote al brandy, tengas viñas… Pero, en fin, no es el momento de los reproches. Te adelantaré esas trescientas mil pesetas.
Mencía se sintió aliviada. Oyó cómo el conde carraspeaba y después decía:
–Por cierto, tenemos que empezar a darle forma a nuestro compromiso de que Mencía y José se casen. Ya los dos tienen edad para formar una familia. ¿Te imaginas nuestros dos patrimonios unidos? Nuestros hijos heredarán la primera bodega del mundo.
–Tienes razón –contestó el marqués–. El mes que viene empezaremos a tratarlo en firme. Ya sabes que Mencía está muy ocupada con las reuniones en el Círculo de Labradores para tratar de la filoxera.
–Sí, ya lo sé. Todos hablan del remango de tu hija y de lo dispuesta que es.
–¿Remango? Seguro que la palabra es de un mayeto, pero está muy bien traída. Exactamente eso es lo que tiene mi hija a espuertas: remango –replicó el marqués riéndose–.
Mencía, en cambio, sintió que se le hundía el mundo. Necesitaba desahogarse con alguien, y enseguida pensó en Álvaro. Fue a preguntar por él a las cuadras y le dijeron que había salido hacía un rato en su yegua en dirección al Haza de las Trébedes para vigilar la granazón del trigo. Hasta allí se dirigió ella con el corazón encogido.
Cuando la vio a lo lejos, Álvaro se extrañó de que, en aquella ladera tan empinada, mantuviera su caballo al galope. Cuando la tuvo cerca se sorprendió de la angustia que reflejaba su cara.
Descabalgaron los dos y se sentaron sobre una roca, al pie de un lentisco. Mencía le relató la conversación del conde y su padre, y se refirió después a Jacobo:
–Lo quiero desde niña y supongo que él me quiere a mí… Aunque lo ignoro, porque no he vuelto a tener noticias suyas desde que se marchó a Italia.
Se quedó un momento en silencio y rompió en un llanto desconsolado. Álvaro puso su brazo sobre los hombros de ella y así permanecieron durante unos minutos, como sarmiento y espaldera. Al fin Mencía dejó de llorar. Fue a mirarlo y descubrió su cara casi rozando la suya: los ojos de ambos, fijos; los de él, más brillantes que nunca. Álvaro acercó su boca a la de ella, y ella no hizo nada por evitar el roce de aquellos labios.
Mientras se besaban, ella se decía que debía romper aquel momento, pero se sentía el corazón colmado de abriles y mantuvo su boca dentro de la de él, abierta y entregada. Álvaro, entretanto, pensaba extrañamente –prueba de que es más fuerte la pasión que la idea– que, como los labios de ella, debieron de haberse abierto a los israelitas las aguas del Mar Rojo.
Y así permanecieron un tiempo que les pareció miel derretida. Entre los labios y la voz de ambos solo cupo un gemido de placer. Fue de ella.
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