Cuando esto les escribo, llevamos diez días de encierro. Mucho tiempo, acostumbrados como estamos en nuestra zona a vivir casi en la calle. Un confinamiento que, de no ser por lo que sabemos que hay más allá de nuestras paredes, hasta podía ser beneficioso para saber lo mucho bueno que tenemos en nuestras casas y lo que, desde ellas, se puede descubrir cuando hay horas de soledad impuesta como las que vivimos. Los mensajitos de móvil que nos hacen sonreír en medio de esta nada extrema, son bálsamos para el discurrir tedioso del tiempo. Por ellos descubres la mucha gente que conoces, la gente que sabías que existía pero que no sentías tan cercana; por ellos sabes que el ánimo que te desean y el "cuídate" es, casi siempre, verdadero; incluso, cuando te dicen que si necesitas algo ellos están dispuestos a hacerlo, sabes que lo dicen de corazón. Estos días van a servir - lo están diciendo por activa y por pasiva los que de esto saben - que va a ser el principio de algo nuevo. Por ello me alegro y en ello confío. Estos días he descubierto que tengo vecinos en el edificio de enfrente y que se alegran de verme todas las tardes a las ocho cuando salimos a la ventana a aplaudir. Vecinos que, ya, van a formar parte de mi vida porque, yo, como ellos, ansío que lleguen las ocho para verlos frente a mi ventana. Todas estas mañanas, la gente me manda, como los mandan a todos, mensajes de fuerza, de optimismo, de deseos de salud. Todo esto quiere decir que, a pesar de todo, lo mejor es la gente. Sabemos lo que hay fuera de nuestro encierro y sabemos la legión de personas que hay dándolo todo por todos. Por eso, esto es una prueba más de que tenemos que confiar en las personas. A mí, esa gente que sé que están, me hacen el tiempo más fácil y, por eso, quiero que llegue pronto las ocho para saber que mi nueva familia, mis vecinos de la ventana, están ahí. Ánimo y mucha suerte.

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