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La columna

Begoña García / González-Gordon

El almendro rabioso

DESDE la ventana del fregadero, con mi café, veo la mañana.

El almendro, ha florecido rabioso este año.

Lo llevo mirando tiempo. En qué lugar tan poco lucido crece el pobre. Arrebujado en un seto junto a las basuras, apretujado entre un pino y una falsa pimienta, que a toda costa quieren darle esquinazo. Me da los buenos días con toda su espuma blanca, mate este año, opaca, con rigor de bizcotela. ¿Será porque olvidé podarlo?

El invierno ha sacado a relucir sus miserias (y mi olvido). Su copa es una maraña de ramas desnudas, escuálidas y estériles. Y en esa cabeza de enredos, en esa melena de canas despeinadas, las flores sólo han querido posarse sobre las guedejas bajas, que cuelgan casi rozando el suelo. Este año no tienen su fondo rosa de nácar.

Me pongo el abrigo y salgo a este amigable sol que me regala el invierno. Espantada veo que detrás de otros setos, hay más almendros blanqueados también por la cal de la rabia. Quizás tampoco allí, se encargó nadie de podarlos. Años de convivencia los dieron por sentado, hicimos oídos sordos a toda su hermosura, y pasó lo que pasa. Que las flores siguen floreciendo blancas, pero sin fondo rosa de nácar.

Mañana o pasado caerán sus pétalos que el viento barrerá, la nieve gorda que airosamente esparcen con un beso de la brisa. Las yemas se tornarán en fronda y mi almendro, vestido de seda verde, despreciará al presuntuoso pino, ocultará a la mentirosa pimienta, esconderá bajo su denso follaje los cubos y las basuras.

Más adelante, quizás, caiga sobre mí su venganza. Entre sus hojas tiernas, de sus ramas entregadas, una cosecha de almendras amargas.

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