Me siento al lado de mi hijo que se dispone a comenzar en la tableta electrónica los ejercicios de matemáticas de Smartick, una estupenda aplicación educativa española, malagueña para más gloria. Miro por encima de su hombro. El programa, antes de empezar, le pregunta cómo se encuentra y saca una oferta de cinco o seis caritas. Mi hijo escoge la más desolada, que dice: "Muy triste". Le pregunto, algo preocupado, si se encuentra mal. En absoluto, pero tiene comprobado que, si dice que está hecho polvo, Smartick se lo pone mucho más fácil: "Para animarme, ya sabes".

Claro que lo sé, pero no me lo esperaba por la espalda, en mi casa, haciendo sangre en mi sangre. Siempre me ha entristecido la técnica del triste. No sólo quien la usa para dar pena a ver si liga, también en lo profesional. Asistí al caso de alguien que se pasó varios años quejándose de su trabajo, qué espanto, no podía más… Cuando se fue, descubrí que tenía un chollo absoluto. No di crédito hasta que entendí que, para que nadie se lo quitase, se hacía la triste. Tal vez de tanto hacérselo se lo autocontagió un poco.

En la naturaleza, hay animales que se hacen los muertos -"tanatosis" se llama la técnica- para despistar a los depredadores. También hay personas que se fingen sobrepasadas para que sus jefes no les encarguen nada, no vayan a hundirse. El alegre, en cambio, transmite la impresión de que puede con todo.

En sociedad y política esto tiene una dimensión cada vez más extendida: el victimismo. No pienso sólo en los ministros y políticos que reciben unas amenazas extravagantes y reclaman que se les eche más cuenta que a los extorsionados de ETA o a los realmente apedreados, sino en tantos microvictimismos del micromachismo, el microrracismo y hasta la microbiología.

No le he discutido a mi hijo si su truco funciona. Funcionará. Pero hay que estar alegre porque la vida es una aventura y, a más dificultades, más aventuras y, por tanto, más alegría. Hacerse el triste, termina haciéndonoslo. Siempre acabamos siendo súbditos de nuestro estado de ánimo. La máscara se funde con el rostro, porque eso era ser persona, la máscara, y terminó siendo el individuo. Al paso que vamos, entre quejas, temores, tensiones, trampas y crispaciones, estar contento y sonreír será una extravagancia. Cuando nos pregunten, escamados, de qué nos reímos tanto, quizá podamos contestar: "De lo mismo de lo que tú te quejas".

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