Un cuerpo de guardias urbanos desprestigiado por su alcaldesa; otro de policías autonómicos destrozado por su participación política en un proceso de rebelión, y otros dos nacionales que, prácticamente, viven recluidos en sus cuarteles y comisarías. Un barrio del centro plagado de narcopisos, unos manteros constituidos en sindicato de presión, un Gobierno que ni gestiona ni gobierna y un principal sector económico -el turístico-, vilipendiado desde la plaza de Sant Jaume. Esto es hoy Barcelona, la joya mediterránea de la globalidad, la nata del diseño, la capital de las letras hispanas, convertida en una ciudad complicada donde, por fin, los socialistas recién llegados a su Ayuntamiento admiten que padecen un problema de seguridad. Todas las noches hay apuñalamientos y, a veces, muertos. Van tres esta semana. Se cumplen dos años de los atentados de las Ramblas y Cambrils, los mossos más pendientes de lo que venía en octubre, su cúpula decapitada en beneficio de los leales de la causa, un consejero hiperventilado al frente del cuerpo y un listo, un tal Trapero, que logra convertir un rotundo fracaso -todos los terroristas muertos- en una operación heroica. Y lo que les sigue importando hoy es llegar a la Diada, al 11 de septiembre, en apariencia de unidad para seguir con la matraca, aunque parezcan zombis sacados del pasado.

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