Qué equivocado estaba. Me quejaba yo hace poco desde estas mismas páginas porque nos estaban atosigando con grandes catástrofes y porque se había instaurado una especie de alarmismo universal empeñado en meternos miedo a toda costa. Me parecía exagerado que los telediarios, hasta para decir el tiempo que va a hacer mañana, nos estuvieran torpedeando el ánimo con titulares inquietantes, a cual más siniestro. Si no nos atemorizaban con un fin del mundo que va a llegar en forma de achicharramiento global, lo hacían asustándonos con un envejecimiento de la población que, siendo malo, no será ni la mitad de nefasto que traer niños al mundo, pues aquí ya no va a haber recursos para que tanta gente coma filetes de ternera.

Pero igual que no entendí nunca cómo se le podía pedir a un crío que se durmiera diciéndole que, si no lo hacía, iba a venir el coco (pues esa me parecía la mejor manera de conseguir que no conciliara el sueño en varios días), tampoco me encajaba que nos pidieran calma a través de los medios después de haber insistido tanto en que vamos a morir todos.

Me quejaba, lo reconozco, y sin embargo ahora no tengo más que palabras de agradecimiento para los agoreros de tanta desgracia cósmica. Si no fuera por ellos, las noticias sobre la epidemia de coronavirus seguro que estarían ahora quitándonos el sueño. Habría ataques de histeria colectiva, horror en el hipermercado y terror en el ultramarinos. Pero no. Ya sea por la circunstancia de haber coincidido los primeros contagios de la dichosa epidemia con los carnavales de Cádiz, ya sea porque de tanto escuchar que viene el lobo, nos ha pillado a muchos curados de espanto, ni los octogenarios han dejado de ir a echar la partida a la peña ni sus nietos se han quedado el fin de semana en casa leyendo el Apocalipsis de San Juan.

Es la ventaja que tiene ofrecer tanta información: que llega un momento en que da lo mismo ocho que ochenta y la opinión de los médicos se confunde con la del curandero; el criterio del científico vale lo mismo que la del presentador de programas sobre fenómenos paranormales, y aquí no hay quien se aclare sobre si el maldito virus es una amenaza grave para la salud pública, si es un invento de los fabricantes de mascarillas o una broma de la banca, que se ha conchabado con unos espías rusos y varios mutantes del espacio para sacarnos los cuartos.

Menos mal que los cines de verano ayudaron bastante a nuestra formación humanística: igual que sabemos perfectamente lo que hay que hacer ante una invasión de dinosaurios incontrolados y ante un ataque nocturno de zombis, gracias a aquellas películas sensacionales no nos va a coger el toro ahora por una epidemia que sabremos afrontar, ya veremos si con antibióticos, o con una mezcla de orujo, de magia negra y varias patadas de kárate.

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