Hemos asistido a la excarcelación de la manada y me pregunto qué hemos hecho como sociedad para que un grupo de jóvenes haya actuado con tanta depravación sin un aparente arrepentimiento. No puedo imaginar cabezas tan vacías ni talentos tan desperdiciados. Se ha producido un cambio generacional en el que no solo se han relajado las costumbres sino que se han trastocado las conciencias haciéndonos pensar que la capacidad innata para diferenciar lo correcto de lo erróneo ha desaparecido. Hay que echar la vista atrás y ver lo que se ha dejado de hacer. Empecemos por decir que ya casi no existe formación en valores, se han olvidado los principios morales y se han arrojado a la basura las normas básicas de la convivencia. No diré que todo tiempo pasado fue mejor, pero hay que reconocer que muchas cosas estaban en su sitio aunque hubiera voces discordantes. Hoy muchos jóvenes se enfrentan a un mundo que les seduce con lo material y lo efímero sin que se les proporcione una formación que les indique lo trascendente de la existencia.

A este entorno, ya difícil de manejar, hay que añadir otras realidades como el aborto y la eutanasia que abogan por una cultura de la muerte y relegan a la vida a un plano menor; el auge de ideologías que enarbolan errores antropológicos y entorpecen el discurrir natural de la creación; las ofensas a los sentimientos religiosos amparados por una mal entendida libertad de expresión, que aunque es un derecho fundamental, tiene unos límites marcados por el respeto; la violencia de género y la agresividad reinante en relaciones familiares, laborales y sociales.

Lo que rodea a nuestros jóvenes propicia que muchos crezcan como un árbol torcido. Sin embargo, es en la educación que proporcionan las familias donde se encuentra gran parte de la solución. Habrá que retomar rutas olvidadas, virtudes consideradas caducas y formas de vivir que les permitan encontrar el equilibrio físico, mental y emocional que evite que se conviertan en manadas.

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