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LAS MENTIRAS DELBARQUERO

jesús Rodríguez

La aristocracia de los mendigos

ESTÁBAMOS don Juan y yo dentro del portal de su casa refugiándonos del frío cuando apareció Mariano, el mendigo que hace de aparcacoches. Vestía una camisilla y un pantalón llenos de sietes que dejaban ver una piel muy rosada. Tirité de frío solo de verlo. Se nos acercó diciendo con voz temblorosa, pero sin ese tono lastimero que tanto gusta a los mendigos vulgares:

-Don Juan y la compaña, ¿podrían darme una ayudita, que estoy helado?

Le dimos unas monedas. Don Juan dijo:

-Espera un momento, Mariano.

Al poco volvió con un abrigo austriaco de gruesa franela verde y le dijo:

-Te regalo este abrigo. Yo no me lo pongo nunca.

Mariano sólo pronunció "gracias", aunque le regaló un discurso de gratitud con la mirada. Cuando se marchó, dijo don Juan:

-Ya apenas quedan mendigos de la clase de Mariano. Y no lo digo porque siempre esté leyendo aunque sean panfletos o propaganda.

-No sé a qué se refiere con eso de la clase -respondí yo-.

-No sé si habrá reparado usted en ello, pero hay mendigos profesionales y mendigos aficionados. Hoy, la mayoría son de estos: luce una pinta tan vista y unos modos tan manidos que dejan a nuestra compasión indiferente. Ahora es raro encontrar un mendigo de la clase de Mariano: mendigos imponentes, cuya cara, la mirada, un desastre físico o un tipo bien compuesto hacen que enseguida les atribuyamos una biografía penosa o una situación muy triste, sintiéndonos tentados a darles una limosna

-¿No me diga -contesté- que usted ha creado una clasificación de los mendigos?

-Por supuesto -respondió don Juan muy serio-. La mendicidad tiene su jerarquía social. Su aristocracia está formada por esos mendigos que con sólo mirarlos se ve que son pobres, pero no pobres de vicio, sino pobres de nacimiento. Uno sabe inmediatamente que también sus padres y sus abuelos fueron mendigos y que de ellos aprendieron el oficio. No sienten vergüenza de lo que son porque se conocen herederos de un oficio que inspiró a escritores y artistas de fama universal. Piden sin considerarse inferiores a quienes les dan, porque saben que la mayoría de ellos hacen lo mismo ante los directores de los bancos, sólo que sin extender la mano y con más cara de ansiedad.

-Estoy impresionado -repliqué-… ¿O sea, que hay mendigos que se sienten superiores a otros?

-Es que lo son. Los mendigos de siempre conocen tan bien el alma humana que son capaces de ablandar el corazón de cualquiera, y desprecian, por impostores, a esos otros que se preocupan nada más que de su ropa de pobre, sin importarles otra cosa. Para mí han llegado más lejos que muchos sociólogos porque han sabido comprender que en este mundo de hoy, de feroz competencia por ascender en puestos sociales, nada impresiona más que alguien que se conforma con el puesto tan triste que la fortuna le asignó. ¿Quién puede evitar compadecerse de quien no tiene otra aspiración en la vida que encontrar una esquina en una calle de postín?

Nos despedimos. "Las cosas en que se le ocurre pensar a este hombre", me iba diciendo mientras volvía a casa.

A los pocos días, estaba con don Juan en el portal de su casa cuando apareció Mariano. Aunque la ola de frío intenso continuaba, él iba vestido con el pantalón y la camisilla llenos de sietes. Llevaba el abrigo de franela verde doblado sobre el brazo.

-Perdone usted -dijo, dirigiéndose a don Juan-. Vengo a devolverle el abrigo. No sé cómo se me ocurrió ponérmelo… Y mira que mi padre me advirtió no sé cuántas veces que los pobres deben parecer nada más que pobres.

Don Juan y yo nos miramos asombrados. Mariano continuó:

-Verán ustedes. Nosotros -los mendigos de oficio, no esos aficionados de ahora- sabemos que nuestro fuerte está en el frío, porque cuando todo el mundo está tiritando no hay cosa que dé más pena que alguien vestido con ropa que no abriga. El frío es nuestro mejor amigo: es más fácil que consiga una limosna un pobre de Burgos que, haciendo el paripé con una tos perruna, pida para irse a Marbella, que un pobre de Écija, malo de verdad de los pulmones, que pida para mudarse a La Toja. Con el frío que hace hoy es fácil que alguien me dé algo para comprarme unas castañas calentitas, pero cuando llegue el verano lo tendré negro pidiendo ayuda para un helado.

Don Juan le dijo poniéndole una mano en el hombro:

-Mariano, siempre me sorprendes. Pero dime, ¿por qué no quieres el abrigo, con lo abrigado que es y el frío que hace?

-Pues por lo que le acabo de contar, don Juan: por el frío. Nada más ponerme ese abrigo tan bueno y tan lujoso que usted me regaló no hubo nadie que me soltara un euro. Como decía mi padre, a la gente le gusta que los pobres parezcan pobres, no ricos. A nadie se le ocurrió pensar que cuando me puse, en lugar de esta ropa, su pedazo de abrigo, cambié de pinta pero seguía tan tieso como siempre.

Comprendí la admiración de don Juan por Mariano: es un elegido entre los de su clase, porque ha llegado al conocimiento de la verdad suprema de la indigencia: para ejercer su oficio, en invierno, la desnudez solo está permitida a los dioses y a los mendigos.

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