El otro día cambié mi habitual ruta caminante por esa otra, augusta y sanitaria calzada, que es la Avenida del Colesterol; allí donde se pretende impunemente dar largas cambiadas a los kilos. Tan concurrida senda matinal permite la contemplación de casi un fenómeno social que da, incluso, para argumento de tesis doctoral de político necesitado de títulos, matriculado en una de esas Universidades de nueva hornada y escaso linaje. Por las amplias aceras que surcan las glorietas numeradas, diseñadas por el gran Alberto Corazón, transcurre una humanidad de curiosos perfiles. Mamás recién llegadas de haber dejado a sus criaturas en los colegios, comparten pista andariega con maduritas entradas en carnes que se afanan - aunque con aparente poco éxito - en guiñar el ojo a las tallas. También es digna de atención la cantidad de artilugios que algunos se ponen para hacer algo tan simple como es andar: móviles amarrados al antebrazo como aparato medidor de la tensión - puede que hasta algunos de esos aparatitos de la manzana mordida midan la presión arterial y hasta te digan los valores del colesterol malo, bueno y medio pensionista -; grandes relojes de luminosas pantallas que, a la par de teléfono, sirven para decirte los kilómetros recorridos, los pasos dados, las calorías consumidas y hasta el número de perros con los que te has cruzado. Por cierto, hablando del leal animalito; es moda manifiesta entre los que andan - incluso entre los que corren - ir acompañados de los sempiternos perritos. En la mentada vía, contemplé asombrado como una señora, gordita ella, iba acompañada de un perrazo que era casi de la alzada de un caballo de picar; la pobre mujer, bien provista de los consabidos artilugios, era llevada por el can, más que a un trote, a un galope asfixiante. Pero, sin lugar a dudas, lo más atractivo del corredor saludable es el muestrario de tatuajes que descubren los cuerpos de las andantes damas y damiselas. En otra columna les contaré.

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