El verano ha traído recuerdos que dejan claro que el hombre puede ser grande y deleznable. En julio se cumplieron cincuenta años de haber llegado a la Luna y haber visto a Neil Armstrong pisar aquél panorama desértico y blancuzco parecido a una hogaza vieja y dura. Somos capaces de hacer grandes cosas, lo triste es cuando la maldad ensordece el discernimiento y se cometen actos deplorables como el que hace también cincuenta años perpetraron los seguidores de Charles Manson, quienes asesinaron brutalmente a la actriz Sharon Tate que estaba embarazada de ocho meses. Quiso el destino que cuando aquello ocurrió estuviera yo en la misma ciudad, en Los Ángeles, masticando involuntariamente aquel estado de consternación que aún me sabe a escoria. Ha sido un verano largo en el que los pasos me alejaron de la cotidianeidad para incursionar en parajes despejados donde los apegos parecían disolverse a medida que me alejaba. Me pregunté la razón de aferrarse a las cosas, a los sitios, a ciertas relaciones, a todo aquello que de alguna manera echa sobre la persona un nudo que la ata, que la oprime y hasta la inmoviliza sin apenas ser consciente de ello. No sé si los apegos sean una necesidad, una imposición cultural o una costumbre heredada.

Tampoco sé si sirvan para algo, no sé siquiera su razón de ser. Pero hay momentos en que desprenderse de ellos es expandir las alas y echarse a volar sin despedirse, sin dar explicaciones y sin volver la vista atrás. Es como llevar a cuestas todos nuestros ayeres sin que ellos se conviertan en grilletes del alma que nos obliguen a retroceder. La escritora Natalia Ginzburg decía que al llegar a cierta edad a lo único que se tiene apego es a los recuerdos. Tal vez por eso mi verano ha estado lleno de remembranzas que callejearon a sus anchas. Evocaciones que marcaron el inicio y el final de historias que protagonicé y que la vida, sabiamente, ha ido colocando al lado derecho o izquierdo del corazón, dejando solo una para engalanar el centro.

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