Tribuna cofrade

Jaime Betanzos Sánchez

La cuna y la cruz

Casi un año. Estas tres palabras evocan la nebulosa desconcertante que nos atrapó para (des)hacernos. Abandonar el orden conocido y reordenar las prioridades en pos de la vida parecía razonable. Lo era. Pero la prepotencia del hombre contemporáneo subestimó al enemigo. Se creyó que sería una anécdota, una especie de reto momentáneo que purgaría la altivez del género humano. No pocos confiamos en el propósito de enmienda de nuestro ser atemorizado. El challenge se volvió viral y miserablemente serio. Pero intuyo que seguimos siendo los mismos ególatras de siempre.

No me apetece contar lo que sucede. Solo quiero refugiarme en una llaga más sangrante que la que todos compartimos. Extramuros, en el arrabal del arcángel, una verticalidad de piedra se derrama por la calle Santa Cecilia. Esta torre es el particular reloj de sol de un barrio que cuenta sus horas por la sombra de sus azoteas. Una flecha inteligible que apunta a lo desconocido y preludia el sueño de Dios.

El silencio de la plaza se amplifica en los labios del Hombre que ya no dice nada. Su anatomía habla por Él. La cronología de este fracaso se averigua a través de los ausentes. Las ausencias concatenadas de esta muerte invocan la asunción de su culpa. Cada una de ellas señala a la que la precede como instigadora de su delito. ¿A quién señalará Judas en estas acusaciones piramidales? ¿Merece un hombre morir involuntariamente y que nadie sea culpable? ¿Puede la unanimidad en la negligencia culpar a todos? ¿Deberían los justos revelarse ante tal agravio equitativo?

El pensamiento corta las cuerdas vocales. La mudez del condenado se muda a las consciencias. Tras esta Cruz, hay una cruz deshabitada por quienes rehúsan su responsabilidad. Pero Dios no juzga. Entorna sus ojos y ladea la cabeza para escuchar la súplica. Él sí sabe escuchar. Tras el párpado caído, la esclerótica vacía de quién ya ha visto demasiado. En el oído inclinado se desvela la propuesta del Hombre que pregunta con signos cuál es la interrogación. Todo su cuerpo un mapa por el que transitar de la duda a la certeza y de la madera a Dios.

No hay rigor mortis en este cuerpo deshabitado. Tampoco las llagas se dibujan en la serenidad de su semblante. Su humanidad lo recoge hacia sí en un intento por fusionar su frente y sus rodillas. Su divinidad le impide deshacerse del abrazo eterno dictado por el travesaño. Esta dualidad contradictoria pero necesaria se impone en nuestros tiempos: hay que darse y hay que protegerse.

El gesto generoso y huraño, como el silencio y la palabra, tienen el valor que uno les dé. En cambio, la voz del Santo Crucifijo solo es eficaz en el silencio. No es una palabra expositiva, sino artística. Incita a detenerse frente a las grandes cuestiones del pensamiento y de la ciencia. Desde la interrupción de los pasos se accede al movimiento de la fe. Bajo la nada aparente circula la sangre –aún caliente– de Quién ha nacido para morir. Para morir libre y ser resucitado. La Cruz es la cuna dónde vive La Salud.

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