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Hablando en el desierto

FRANCISCO / BEJARANO

Los buenos

DURANTE siglos supimos dónde estaban los malos y dónde los buenos en las guerras. Y no solo en las guerras, sino en las invasiones, los golpes de Estado y las revoluciones. Los golpes de Estado eran todos malos, pero desde el de Jaruzelski en Polonia no estuvo claro. Las revoluciones eran todas buenas, pero desde la iraní hubo dudas. En las guerras civiles no se dudaba: el bando apoyado por los países occidentales era el de los malos y el apoyado por los soviéticos, el de los buenos. Con anterioridad, los partidarios de una dictadura filofascista eran los malos y los de una dictadura comunista, los buenos. En la guerra del 36 los buenos eran los que mataban frailes. Ahora tampoco sirven estas medidas. Hasta el cine ha venido a confundir las cosas: -"¿Para qué la pistola? -Para matar a los buenos. -Querrás decir a los malos. -No; el malo soy yo."

Fue muy cómodo para nuestras conciencias tomar partido siempre por los buenos, como si el apoyo espiritual y lejano que les prestábamos sirviera para algo, como si los buenos del mundo formáramos un cuerpo místico guerrero. En una sola ocasión quien escribe tomo partido por los malos con un mapa por delante: en la guerra de los Seis Días. El joven creyó que se comerían a los israelíes en un paseo militar y aún conservaba la nobleza de ponerse de parte del que parecía más débil. Ganó Israel, pero ya habíamos tomado partido y, hasta ahora, no nos ha parecido bien cambiar de bando. Los buenos en las guerras hacen lo mismo que los malos. Si pudiéramos como espíritus invisibles pasar temporada en un bando y en otros veríamos que todos se considera a sí mismos buenos, si no las guerras tendrían poco sentido.

Disuelto el maniqueísmo de los bloques es más difícil saber dónde están los buenos en Siria, en Egipto, en los Chad, en la antigua Etiopía. Todos hablan de liberación de la patria, de la libertad de los pueblos y de la democracia tras la contienda para los que queden vivos, pero sospechamos que es pura hipocresía. Somos, además, más libres ahora para elegir el bando de nuestra simpatía sin el pie forzado de la Guerra Fría. En el ambiente en el que nos desenvolvíamos no nos lo hubieran consentido. Éramos libres en verdad, pero el fuerte deseo en las edades juveniles de ser aceptados nos lo impedía. La elección en la guerra de los Seis Días nos costó admoniciones y miradas de reprobación; pero, lejos de arrepentirnos, el tiempo nos ha reafirmado en la elección primera.

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