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Relatos de verano

Jorge Duarte

En busca de la iluminación (V)

En parte agradecí aquel providencial incendio pues, aunque el olor a carne chamuscada era preocupante, dejé al menos de sentir dolor, supongo que por la muerte súbita de todos los nervios de la carbonizada extremidad.

El abad terminó, por fin, de hablar y, mientras guardaba el móvil, reparó, sobresaltado, en la catástrofe que había ocasionado en mi mano y antebrazo. Retiró el mechero a toda prisa y apagó las llamas con un pañuelo que desanudó de su cintura. Acto seguido vendó mi brazo, todo calcinado y negruzco, con el mismo pañuelo.

Nada más terminar de hacerlo, escrutó de cerca mi ojo derecho, tras lo cual me lanzó una mirada cargada de suspicacia y preguntó:

-¿Es eso una lágrima?

A lo que respondí:

-El desierto ha debido trastornar ese lacrimal que usted observa, gran Maestro, porque no acierto a encontrar otro motivo para que mis ojos se humedezcan.

Respuesta que satisfizo al abad, pues contestó a su vez:

-Ah, creía….

No obstante, se quedó observando mis cristalinos con su nariz pegada a la mía durante un buen tiempo, sin terminar de creer que alguien no soltara más que una ínfima lágrima ante semejante castigo. Al cabo, se levantó y se asomó al patio. Su mirada apuntaba al infinito y se masajeaba la barbilla con el índice y el pulgar, dando muestras de cierta inquietud. Como pensando en voz alta, dijo: -Hablaba con la limpiadora del templo. La muy ingrata ha tenido la desfachatez de amenazar con pedir la cuenta si no le subo el sueldo. Por supuesto, la he despedido sin contemplaciones. Realmente es un contratiempo que no esperaba…,-aunque…bien pensado… el problema no es grave -ensanchó una distendida sonrisa, como si le hubieran dejado de doler las almorranas de repente-. Ahora que has vuelto, ¿quién la necesita? Supongo que no te importará sumar a tus cometidos los propios de la limpiadora. Casi te parecerán un descanso comparado con los que te esperan.

-Supone usted acertadamente, gran Maestro, pero... con el debido respeto…, si por casualidad supero las pruebas de la iluminación, ¿quién realizará dichos trabajos?

-Pero, hijo -respondió, esbozando una sonrisa torcida-, ¿qué esperas después de la Iluminación, que te invitemos a un crucero con todos los gastos pagados o algo parecido? Precisamente un Iluminado precisa de tareas muy sufridas para mantener intacta la pureza de su karma. Como pareces un poco despistado, te describiré por encima tu rutina en el Templo si superas la prueba de la Iluminación: Todos los días te levantarás a las cuatro de la madrugada para, después de orar y mortificarte, realizar las siguientes tareas: cortar y aserrar madera para leña, la cual apilarás ordenadamente en el patio; sembrar, cuidar y recolectar el huerto; ayudar al jardinero en el mantenimiento del parque; acarrear víveres desde el pueblo; picar piedra en la cantera; cargar con cántaros de agua desde la fuente medicinal del Yung; arar el campo, dar de comer a las bestias, limpiar el templo, el gallinero, las porqueras y el establo; hacer la colada, tender la ropa y planchar; atender a los enfermos y ancianos, cavar fosas y sepulturas, asistir en la cocina y en el comedor; sin olvidar que has de intercalar dichas actividades con las propias de un recadero. Por supuesto, antes de acostarte harás deporte y levantarás pesas, a modo de que no llegues demasiado entero a la cama y no pasen por tu mente pensamientos impúdicos. ¿Te haces cargo, Vuelo del Águila?

-Como para no hacerse cargo, gran Maestro -respondí, abrumado, sudando por mi frente y a punto de una lipotimia.

Su celda era diminuta, y tan austera que sólo había una esterilla de esparto en el suelo, una vieja manta pulcramente doblada sobre un poyete de piedra y una vela encendida en una de las esquinas. Un ventanuco con celosías dejaba pasar con dificultad la luz del día. Nos sentamos sobre la esterilla en posición de loto, uno frente al otro. Encendió una varilla de incienso y la pinchó en la base de la vela; y, tras dejar pasar un silencio que pareció durar horas, durante el cual no apartó la vista de mi entrecejo, me dijo en tono solemne:

-Por medio de una pregunta sabré si has encontrado la Iluminación en el desierto, en cuyo caso haré tañer las campanas del templo, sacrificaremos un cordero y celebraremos un banquete en consonancia con la ocasión -volvió a guardar un largo silencio, tanto que la áspera esterilla acorchó mis nalgas hasta convertirlas en carne muerta-. Se trata de un misterio -prosiguió diciendo al cabo- que afecta a toda la humanidad y que muy pocos maestros han conseguido dilucidar. Responde, Vuelo del Águila: Si un gato cae siempre de pie, y, según la ley de Murphy  una tostada con mantequilla lo hace siempre por el lado en que esta untada, ¿qué pasaría si atas a un gato en la espalda una tostada con la mantequilla hacia arriba y luego lo tiras al aire?

Me quedé petrificado durante unos minutos, sin poder creer lo que acababa de oír. Al cabo de los cuales, estallé:

-¡¿Qué es lo que acaba de decir?! -grité a pleno pulmón en su cara con el gesto asqueado-. Después  de deambular ocho largos meses por un ardiente desierto meditando sobre los temas más profundos que el ser humano pueda concebir… ¡¿me pregunta esa mierda?! Me levanté de un brinco y, todo desquiciado, añadí a grandes voces: -que le den por culo al gato y a toda tu puta madre, calvorotas! ¿Qué te parece la respuesta, santurrón?    

Me dirigí a la puerta con la intención de largarme de allí para siempre. No bien la hube abierto cuando oí al Maestro exhalar un profundo suspiro y decir a mis espaldas:

-Vivir para ver. Soportas, con un estoicismo a la altura de elegidos e iluminados, tareas tremendamente arduas del templo, las penosas condiciones del desierto, que te fustigue y queme tu brazo…, y sin embargo pierdes los papeles por una simple broma cariñosa… Por lo visto careces por completo de sentido del humor. Y esto no lo puedo tolerar.

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