Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

La caída del ‘imperio’

CAYÓ el Imperio de Roma, y el de España, cuándo en tiempos de Felipe II “no se ponía el sol” en el mundo que dominábamos; cayó Napoleón Bonaparte y mucho antes, el Egipto glorioso de los faraones o el del gran Alejandro Magno, y tantos otros… no hay poder inmortal en la Tierra, somos humanos, por tanto, débiles, consumibles y perecederos… nosotros, y nuestras obras, todas, menos las que son hijas del arte.No es nuestro imperio el que ahora cae, entre otras cosas, porque no tenemos imperio alguno; me refiero a ese del que formamos parte, que llamamos “occidente”, o también “primer mundo”. Se desmorona sin remedio: los cimientos sobre los que asentó su fortaleza y desarrollo se han deteriorado de tal modo que han dejado abiertas las puertas al descuido, compañero inseparable de la corrosión, madre de la putrefacción.

Dicen que hemos progresado mucho. Es indudable que lo hemos hecho, pero sólo en ciertos aspectos, y no todos ellos son, precisamente, los que de verdad importan. La ciencia ha experimentado avances casi inconcebibles hace unos años, sí; la tecnología, como parte de la anterior, lo ha hecho de forma tan exponencial que provoca vértigo, también, pero… ¿y la filosofía, las Humanidades, la cultura, en general?, ¿qué hay de esto? No, no caigan en la tentación de pensar, ni por un momento siquiera, que se trata de “asuntos” menores, porque es exactamente esto lo que han pensado, y creído con firmeza, la mayoría de los que deciden, gobiernan y “pueden”… el resultado es el que tenemos.

El progreso de la ciencia es bueno si sirve para facilitar nuestras vidas, hacer más llevaderas las faenas más arduas, proporcionar alimento donde falta, curar enfermedades, mejorar la calidad de vida y prolongar su duración; pero no debemos olvidar que “no sólo de pan vive el hombre” -como dijo Alguien que sabía bien de qué hablaba-.

Somos seres sociales, no nacimos para vivir aislados. Esta es una verdad incontestable, lo que no quita que la soledad buscada sea una bendición y una infalible vacuna contar la estupidez de tantos. Necesitamos, en más o en menos, relacionarnos. Si pensamos sobre ello, veremos que, aunque los lobos solitarios muchas veces no lo consideremos así, la casi totalidad de nuestros actos tienen sentido por la existencia de otros, ya sean estos muchos, pocos o muy pocos.

Convivir –“vivir con”- implica relación y esta ha de regirse por determinadas normas que, aunque sólo sean las imprescindibles, hacen falta. Cuando se deterioran, menosprecian, ignoran, olvidan o excluyen las pautas a seguir, si lo que ciertamente pretendemos es “vivir con”, entonces las bases que sostienen el muy delicado entramado de la sociedad en la que existimos, se agrietan, primero, para resquebrajarse, después, y terminar por derrumbarse.

Sin cultura se impone la ignorancia. Sin no se “alimenta” el espíritu, sólo “piensa” el estómago, y nosotros no podemos vivir así. Más allá de cubrir con las necesidades biológicas y las necesarias para hacerlo con la dignidad que a nadie se debería negar, los humanos tenemos cualidades que nos permiten sacar un partido, insospechado y maravilloso, a nuestros siempre escasos días. Para poder disfrutar de ellas es imprescindible que seamos capaces de conformar un hábitat estable en el que respetemos y seamos respetados, un lugar en el que la vida “con” no sea una imposición sino una elección, en el que la generosidad pueda con las miserias que inevitablemente todos acarreamos, un lugar en el que se aprecie el saber de los ancianos, se conforte al desvalido, se ayude a quien lo necesita, un lugar en el que Velázquez, Leonardo o Chopin “pesen” más que el alcalde, el ministro o presidente de turno.

Mis abuelos solían salir solos por las noches, caminaban al cine o a casa de cualquier familiar, sin tener que mirar de reojo hacia detrás y sin el corazón en un puño y el susto en el cuerpo. Un obrero o un empleado, con sueldos de obrero o empleado, podían pagar la hipoteca del piso, la letra del coche y llegaban a fin de mes, con apreturas, pero llegaban. La Ley castigaba a los que robaban, ya fuese un reloj o una casa, no a los dueños del reloj o de la casa. En escuelas, colegios y universidades, se premiaba con “matrícula de honor” a los alumnos más destacados; pasaban de curso los que estudiaban, que eran los que lograban notas suficientes, los gandules repetían, para que aprendiesen lo que debían. La gente se escribía cartas, se felicitaba con un crisma la Navidad, y se celebraban los santos y los cumpleaños, se miraban a la cara cuándo se hablaban, se estrechaban la mano, con firmeza, al saludarse, se cedía el paso, el asiento del autobús o se le abría la puerta a una dama o a una persona mayor. Se cerraban tratos “de palabra” que se cumplían. Se consideraba al cumplidor y se enderezaba al traidor ¿Progreso…?

No, no cualquier tiempo pasado fue mejor, por supuesto; pero sí hubo tiempos pasados en los que muchas cosas eran mejores de lo que son hoy, esto sin duda. Y la cuestión es que el progreso de verdad no consiste en enterrar todo lo que fue para cambiarlo por algo nuevo, no; consiste en conservar lo que está bien y bien funciona y mejorar lo que no. Si no se hace de este modo, si, en pro de la ciencia, se relega la cultura, si se pervierten tradiciones y se pierden las raíces, si se prescinde de los principios y valores que nos hicieron ser el “imperio” -hablo de Occidente- que llegamos a ser, ocurrirá lo que nos está sucediendo: el fin de un tiempo único; y, llámenme agorero si quieren, no para bien.

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