Llegó el verano y el calor sofocante que no sólo nos perturba el cuerpo sino también el alma, ese refugio espiritual que palpita sin cesar y donde de manera invisible se almacena todo lo que conforma al ser humano. El alma nunca está preparada para hacer frente a los incendios emocionales que de vez en cuando inflaman su interior. Sin embargo, conoce los medios para apaciguarlos y convertir la tierra calcinada en fértiles sucos donde esparcir las semillas de los nuevos afectos, de las nuevas ilusiones, de los nuevos senderos.

Cambiar es parte de la vida. El cambio es inherente a la condición humana. No podemos obstaculizarlo, menos detenerlo. Ni siquiera somos capaces de precisar el momento exacto en el que todo empieza a modificarse. Los cambios ocurren porque sí, porque la vida transita, se mueve, se adapta, se renueva. Nada es para siempre. Las amistades, los triunfos, los amores, todo comienza a irse cuando lo colocamos en el cenit del corazón, en el punto más alto, en la cumbre, donde ya no es posible escalar más. Sucede como con las flores, que en el momento de cortarlas empiezan a morir.

La evolución implica cambios. Cambios de perspectiva, de escenarios, de compañías y por supuesto de sentimientos. Si la existencia se pudiera pintar sobre un lienzo nunca dejaría de ser un boceto, porque antes de que le llegase el color ya habría habido alteraciones, ya se habría dejado una cosa, una persona o una situación para incursionar en otra. Se podría concluir que nuestra vida es un eterno boceto donde no dejamos de tachar, de difuminar y de corregir, pero donde nada queda terminado del todo, donde nada es definitivo y donde la puerta que conduce a la transformación siempre está abierta.

Al cambio hay que acogerlo porque al alma, por vieja que sea, le gusta reinventarse. Yo me voy con mi boceto bajo el brazo para hacerle unos cuantos retoques. A ver si en la lejanía logro trazar una sombra fresca que me proteja del ardiente calor, pero nos reencontramos en septiembre.

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