Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

El cáncer rojo IV

Hitler y Stalin, Stalin e Hitler… No es necesario creer en Satanás ni en el Infierno La única diferencia entre ambos es que uno ganó la guerra y el otro la perdió

ES siempre el ‘sujeto pasivo’ -ese pueblo por el que unos se rebelan, para traicionarlo después, y al que otros engañan, desde el principio- el que sufre las ominosas consecuencias de efímeras veleidades revolucionarias o de siniestras tentativas para alcanzar y enquistarse en el poder; es el pueblo el que termina por comprobar cómo la esperanza deviene en frustración, la ilusión en desengaño y la injusticia se perpetúa.

En la Historia reciente de la Humanidad -por no remontarme a tiempos muy anteriores, puesto que necesitaría un espacio del que no dispongo-, aquella en la que los acontecimientos que alumbró aún condicionan nuestras vidas, hay dos personajes cuya relevancia en lo sucedido, y en lo que le seguiría, podemos destacar, refiriéndonos en especial a occidente; aun a pesar, es obvio, que también ha habido otros que han tenido un papel muy relevante; me refiero a Joseph Stalin y Adolf Hitler: si el Mal adquiriese forma humana lo haría en cualquiera de los cuerpos de estos dos monstruos.Hitler y Stalin, Stalin e Hitler… No es necesario creer en Satanás ni en el Infierno: ellos nos enseñaron la realidad de su existencia sin necesidad de tener que morir para comprobarlo. Lo intenso, sobrecogedor, profundo, espantoso y cruel de su inenarrable maldad es un misterio: no se puede explicar cómo es posible que un simple ser humano sea capaz de llegar a una perversidad tan retorcida, espeluznante y aterradora que, sencillamente, no se puede calificar de humana. La única diferencia entre ambos -para los efectos sobre los que ahora escribimos- es que uno ganó la guerra y el otro la perdió.Los casi seis años de la Segunda Guerra Mundial cambiaron el mundo para lo que restaba del siglo XX y lo que llevamos de XXI. La megalomanía, infinita y demente, del criminal de guerra Adolfo Hitler Pölzl, le llevó a comenzar, con la invasión de Polonia en septiembre de 1939, lo que terminaría en la Segunda Gran Guerra. En junio de 1941 Hitler invade la URSS, en diciembre de ese mismo año, los japoneses bombardean la base estadounidense de ‘Pearl Harbor’ y los EE. UU. entran en la guerra. Con la incorporación de los norteamericanos al ejército aliado, Hitler necesitaba los recursos que guardaban las tierras soviéticas para garantizarse suministros, abastecimientos, armamento y munición suficientes, muy probablemente fueron estos los motivos -porque tonto no era- que le llevaron a no detener durante el implacable invierno ruso, la invasión de la URSS, algo que terminaría por suponer el comienzo de su fin.

El también criminal, antes, durante y después de la guerra -aunque la Historia no lo haya escrito así-, Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, conocido como Stalin, desde que en abril de 1922 fue nombrado Secretario General del Partido Comunista Ruso, masacró sin pausa ni piedad a sus paisanos, entre 1935 y 1939, exterminó, con sus tristemente famosas purgas, a todos los que pensaba podían hacer sombra a su poder absoluto; deportó, torturó, fusiló o exterminó a millones de ‘sospechosos’ -sin juicio-, disidentes, supuesto opositores, gitanos, extranjeros, ‘enemigos’ de la revolución o prisioneros de guerra -se calcula que durante su dictadura ‘proletaria’ acabó con la vida de 51 millones de personas -sólo superado por otro ‘comunista’ gran defensor también de la libertad y el progreso del pueblo: Mao Zedong, más conocido como Mao Tse Tung, éste ‘angelito del proletariado’ enterró a 75 millones de personas, por supuesto, “por la democracia y la libertad”, faltaría más-. A Stalin lo salvó la invasión de Hitler, muy probablemente, su dictadura salvaje y sangrienta hubiese sido derrocada si el pueblo ruso no hubiese tenido que hacer frente a otro enemigo que venía de fuera e iba contar todos: los nazis.

En efecto, Hitler, por fortuna, perdió ‘su’ guerra, Stalin ganó una en la que le metieron: la ‘Historia’, que conocemos como la Historia, la escriben siempre los vencedores. Sí, son ellos los que quedan, los que cuentan, los que mandan los que deciden… La escriben y también ‘fabrican’ lo que va a ser la Historia por venir, ellos van a modelar el mundo que será en el inmediato futuro; ellos quitarán y pondrán fronteras; unirán o separarán familias, pueblos, razas, etnias...; cambiarán leyes, prohibirán costumbres, lenguas, fantasías y sueños… Es prerrogativa del vencedor: Stalin se quedó media Europa como botín de guerra: Polonia, Hungría, Bulgaria, República Checa, Eslovaquia, Macedonia, Eslovenia, lo que entonces era Yugoeslavia, Rumanía, Albania, Estonia, Letonia, Lituania, después de haber sido invadidos, encarcelados, diezmados y haberse visto obligados a padecer las barbaridades y los horrores de los nazis, el ‘comunismo’ se los apropia para seguir sometiéndolos a los mismos horrores y espantos, cometidos ahora ‘por la otra parte’. Siempre es el ‘sujeto pasivo’ el que padece…

Si los ‘comunistas’ hubiesen perdido – es sólo una hipótesis literaria, no quiero ni pensar dónde estaríamos si Hitler hubiese ganado- la ‘Historia’ que conocemos sería otra, porque se habría contado de modo totalmente distinto. Sabemos de las conquistas de la Roma Imperial, fueron sus legiones las que se extendieron e invadieron gran parte del mundo entonces conocido; ignoramos la verdadera historia de muchos de los pueblos anexionados, incorporados o incluso extinguidos: los vencidos no escriben la Historia, ni siquiera su propia historia.

Cambió el mundo, y Europa cambió con él. Se consiguió, a Dios gracias, enterrar el espanto del nazismo; pero nunca es completa la dicha: el ‘comunismo’ salió, de algún modo, reforzado. Si Stalin hubiese estado en el bando derrotado no habría existido la Cuba de Castro ni la Venezuela de Chávez ni la Nicaragua de Ortega ni la Yugoeslavia de Tito, ni todas las dictaduras comunistas en los países del este europeo. La Unión Soviética, la ideología bastarda y corrompida en la que se apoyaba, y el imperio del terror que la sostenía, fueron esparciendo la miserable semilla que encadena las vidas de las personas, ahoga sus esperanzas y fusila su libertad.

Desde entonces hasta ahora, muchos militantes en las dos opciones que he planteado como alternativas exclusivas a la implantación de un régimen ‘comunista’, se han servido del peso y la enorme influencia de lo que fue la URSS para introducir su veneno en muchas democracias occidentales. Los resultados han sido, y siguen siendo, variopintos, pero nunca beneficiosos para el ‘sujeto pasivo’.

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