El otro día, mientras veía el telediario, me di cuenta de que es una de las mejores formas de dejar de creer en la bondad del hombre. Apagué el televisor y me refugié en un pequeño libro del francés Christian Bobin donde se dan cita diez historias. En una de ellas, titulada "Tierra prometida" el autor dice que leer es como amar, como jugar y como rezar. Los libros, dice Bobin, son rosarios de tinta negra en los que cada cuenta rueda entre los dedos, palabra tras palabra. Porque rezar es guardar silencio, alejarse de sí mismo, del ruido de los labios y del ajetreo de los corazones.

Afirma entonces que en las iglesias sólo rezan las velas, porque además de estar en silencio, no se reservan nada para ellas, lo entregan todo, pierden su sangre y consumen su mecha. Dan todo lo que son y esa dádiva se convierte en luz. Para él, la imagen más bella de la oración es la imagen más clara de la lectura. Una lectura, dice, que provoca una fiebre similar a la feliz debilidad que se encuentra después del amor y a la que él se refiere como un cansancio que descansa. Bobin, con su maravillosa prosa, eleva el acto de leer a una de las grandes bellezas de la vida. La lectura nos aleja del mundo, de su maldad, de su hipocresía y de su constante manipuleo. Nos toma de la mano, como si fuésemos niños y nos hace recorrer caminos polvorientos llenos de relatos que se cuelan en el alma a través de los ojos y nos dejan una huella fina, casi imperceptible, pero eterna.

Quien lee, sabe que tiene que dejarse hechizar por las palabras, por los trayectos marcados entre sus líneas, por los intrincados sucesos que se pasean a sus anchas en el corazón de unos personajes que se convierten en nuestra familia, en nuestros amigos y hasta en nuestros cómplices. Al finalizar, no queremos cerrar el libro porque sabemos, que de una u otra manera, nos quedaremos irremediablemente huérfanos.

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