Tribuna libre

Natalio Benítez Ragel

Licenciado en Historia. Técnico Superior Bibliotecario. Andalucista

La censura y ‘La ciudad que no sueña’

CUANDO a Santo Domingo de Guzmán le asaltaba la duda sobre la certeza de las doctrinas religiosas contenidas en un libro, le bastaba recurrir al “juicio del fuego”, que ya se encargaría Dios de rescatarlo de las cenizas si era conforme a la Fe de la Iglesia. Fue así como el dominico burgalés enfrentó dos libros en la hoguera, uno propio y otro de los doctores albigenses, elevándose indemne el del Santo entre las llamas mientras el de los herejes del sur de Francia perecía calcinado, escena inmortalizada por el pincel del palentino Pedro Berruguete. La censura dirigida a controlar los libros, las bibliotecas y, en definitiva, las ideas, ha existido, seguirá existiendo y existe en la actualidad en nuestro demócrata y liberal Occidente, aunque en este último caso quienes la ejercen no suelen reconocerlo. En cambio, cuando los tiempos son oficialmente totalitarios, se actúa sin tapujos. Así ocurrió poco después del alzamiento del verano del 36, cuando la ‘Junta Técnica’ encargó la gestión de las bibliotecas a un famoso poeta gaditano, que propugnó la creación en todas las provincias de “juntas de cultura histórica y tesoro artístico”, con la misión de hacer el inventario del Patrimonio.

En diciembre otra orden instauraba un férreo control sobre el mercado librero, declarando la “ilicitud de la circulación de libros, periódicos, folletos y de toda clase de impresos y grabados pornográficos o de literatura socialista, comunista o libertaria”. Nacían las “comisiones depuradoras”, celosos perseguidores de “obras pornográficas, publicaciones de propaganda revolucionaria y libros y folletos con mérito literario o científico que por su contenido ideológico pudiesen resultar nocivos para lectores ingenuos o no suficientemente preparados para la lectura de los mismos”. Traducido: que podían perseguir cualquier cosa que estuviera por escrito, confundiendo a veces la persecución de la idea con la del ideólogo. La verdadera depuración comienza una vez terminada la contienda, en los crudos decenios de la posguerra. Es en el Jerez de estos años donde José López Romero y Ramón Clavijo Provencio sitúan su segunda novela en colaboración, un acertado retrato de una época oscura y de una ciudad dolorida con el hilo argumental del crimen de un personaje del mundo del libro y la visita de Franco de mayo de 1943 (momento que recoge la fotografía) como telón de fondo.

La narración rezuma realidad: personajes conocidos, itinerarios callejeros hoy día habituales, tabancos que existieron, y por supuesto la centenaria Biblioteca Municipal de la plaza de la Asunción. Como antagonista el ‘Batallón Miliciano’, un simulacro de Inquisición cuya semblanza ponen los autores en boca del alcalde Andrés Fereán, que la describe como “ese grupo que el Ayuntamiento ha creado para evitar la circulación de textos que atenten contra la moral o sean divulgadores de ideas liberales o socializantes”. Los censores aparecen como árbitros indiscutibles de las relaciones ciudadanas, ya que “el control de la opinión pública, especialmente de lo que se lee, es de importancia capital para las autoridades”, como apostilla en otro pasaje don Manuel Esteve Guerrero, en aquel tiempo archivero, bibliotecario y arqueólogo municipal, y cuya figura ya Clavijo biografiara en 1996. Ahora nos dibuja a un personaje volcado en la defensa del patrimonio bibliográfico, y como tal muy contrario a las actividades del ‘Batallón’ al que él mismo en razón de su cargo pertenecía, que “va dejando tras de sí negocios destruidos, familias arruinadas, patrimonio que cae muchas veces en manos no apropiadas...”. La dedicación pasional del bibliotecario a su profesión no es en modo alguno ficticia, y fue crucial para el rescate de material bibliográfico que de otro modo hubiera corrido la misma suerte que el libro de los albigenses en la pira del santo predicador. Tampoco es inventada la metódica bibliofilia de José Soto Molina, pues por mi profesión puedo dar fe de que muchos libros que hoy forman parte su Legado hubieran caído en manos de la censura si el esmerado oficinista de bodegas no hubiera desplegado ingeniosas artimañas para impedirlo, engrosando hoy nuestro Patrimonio. Porque eran personas abiertas, cultivadas en esa Cultura que se escribe con mayúsculas, ajena a ideologías políticas y a la estrechez de miras de los dos bandos que provocaron aquel desastre inolvidable. Seguiría escribiendo sobre la novela, continuaría desgranando lugares y caracterizando personajes, pero no quisiera privarles del placer de disfrutar de un didáctico y trepidante paseo por ‘La ciudad que no sueña’ (Libros Canto y Cuento, 2018).

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