El calendario y las estaciones nos hacen tomar conciencia del paso del tiempo. Numerosas son las obras que a lo largo de la historia han servido de guía y toma de conciencia de esas lecciones que nos da el tiempo y que el poeta Juan Lamillar adoptó para uno de sus poemarios. Desde Los trabajos y los días de Hesíodo, hasta llegar a Las horas de José Pla, Las cosas del campo de Muñoz Rojas, Las estaciones de Francisco Bejarano o las hojas del popular Calendario Zaragozano, el hombre se ha visto sometido al tiempo y siempre alcanzado por él, como supo plasmar Luis Cernuda en un poema de Ocnos.

Ninguna época del año es tan entrañable como la Navidad. En ella se celebra el nacimiento de un Niño que cambiaría la historia y el milagro se repite cada vez que uno nuevo viene al mundo, llorando de entrada, como si fuese consciente de que en adelante, estará sujeto al paso del tiempo. La Navidad nos devuelve a la infancia, a esos recuerdos familiares en los que éramos nosotros mismos, sin que las circunstancias y el tiempo hubieran sido capaces de cambiarnos. Y ese niño lo seguimos siendo, a pesar del disfraz que nos impone la vida social y las dolorosas pérdidas de las que vamos siendo testigos. Cada año el mismo ritual a pesar de los cambios foráneos y el consumismo. Sería deseable que, lejos de la vulgaridad, fuésemos capaces de mostrarnos tal como somos, con una generosidad real y no con deseos rutinarios de felicidad.

A pesar de las nuevas tecnologías, yo sigo enviando postales en verano y christmas en Navidad. Algunos se añaden a la lista, mientras otros desaparecen para siempre. El olvido y el fallecimiento nos dan una lección de que los tiempos se repiten, pero no todo sigue igual. Durante años recibí las felicitaciones de Daniel Puch en las que la Virgen del portal tenía la cara de la Macarena. Recibo las de algunas comunidades de monjas de clausura y monasterios de la vieja Castilla, las de un amigo de Madrid escritas con pluma y en latín. Este año echo en falta la carta desde Ronda de Cristóbal Aguilar, pintor amigo fallecido que me enviaba desde hace más de veinte años su dibujo a mano y su felicitación. Las guardo en una lata decorada, consciente de que el del año pasado fue el último. Algún día, alguien al que no le digan nada los arrojará al fuego y desaparecerán para siempre. Tempus fugit, siempre nos supera y a todos nos alcanza.

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