Jesús / Rodríguez

La ciencia y un poema de amor

RECUERDO que, de preadolescente, tenía mucha afición por la Ciencia. Sus principios básicos, que no admiten discusión, me daban una confianza que no me inspiraba la Filosofía, en la que todo se defiende con argumentos, casi siempre rebatibles.

Empecé, sin embargo, a sentirme decepcionado de la Ciencia por culpa de las sirenas, que me obsesionaban hasta tal punto que no dejaba de visitar cada tarde, después del colegio, la Biblioteca Municipal en busca de obras que trataran sobre ellas. A pesar de que Manolo, el encargado, me tenía como un niño raro le hacía gracia mi afición y, de vez en cuando, me entregaba un listado de libros sobre sirenas, que yo buscaba ávidamente en las estanterías.

Recuerdo que mi preferida de entre todas era Morgan, que apareció, allá por el siglo VI, al norte de Gales y que en algunos almanaques antiguos figura incluso como santa. No se trata de un caso excepcional, porque se cuenta que, en 1403, otra sirena consiguió introducirse a través de un dique en la ciudad de Haarlem, en la que vivió hasta su muerte. Aunque desconocía el habla, dicen que aprendió a hilar muy primorosamente y que veneraba la cruz con raro misticismo.

Cuando me enteré de lo que era un "ex libris", enseguida me puse a diseñar el mío. Ni que decir tiene, que decidí que figurara en él una sirena. No me fue fácil dibujarla, porque los estudiosos no se ponen de acuerdo sobre su apariencia física : Ovidio dice que son pájaros de plumaje rojizo y cara de virgen, Apolonio de Rodas afirma que de medio cuerpo para arriba son mujeres y en lo restante pájaros y Tirso de Molina las describe "la mitad mujeres, peces la mitad". Los ingleses, tan prácticos, saldan la discusión llamando a la sirena aviforme "siren" y a la de cola de pez "mermaid". Como esta última es la morfología que usa la heráldica opté por ella, y la sirena de mi sello luce desde entonces una pudorosa cabellera rubia que cubre su cuerpo en lo que tiene de mujer y una bella cola azul de mero.

La verdad es que no sé muy bien de dónde me venía esa fascinación por las sirenas, pero sí recuerdo que, ya de niño, cuando iba a la playa, me sentaba frente a la orilla y allí pasaba las horas muertas, con el desasosiego de imaginar qué haría si apareciese una. Tan sólo una vez tuve la sensación que mi sueño se hacía realidad. Andaba como siempre mirando al mar, cuando, al resol, surgió entre las olas una joven rubia bellísima, que venía en dirección a la arena, donde yo estaba. Sus senos desnudos me parecían las flores del magnolio del jardín cuando se mueven con el viento. Sentí un escalofrío : "¡Una sirena!". Al llegar a la orilla, sin embargo, descubrí con gran desilusión que no avanzaba a impulsos de ninguna cola, sino por la fuerza de unas piernas largas y muy blancas.

Creo que tendría unos catorce años cuando cayó en mis manos una obra titulada "Los mitos bajo los ojos de la Ciencia", en la se que ofrecían datos que demostraban irrefutablemente que, por puras razones fisiológicas, era imposible que las sirenas existieran. Fue el comienzo de mi separación de esa forma de conocimiento que considera que la imaginación y la realidad son conceptos antagónicos, y que si se quiere saber si Homero mintió al referir la historia de Ulises y las sirenas hay preguntarle, no a un mitólogo, sino a un experto en Fisiología.

Entonces no entendía bien los motivos de esa pérdida de confianza, y creo que empecé a dudar de la Ciencia más por intuición que por raciocinio. Hoy, sin embargo, tengo argumentos para considerar que los científicos se equivocan cuando contraponen realidad e imaginación. Para mí, ambos son términos opuestos sólo cuando se considera que el uno niega al otro, como ocurre con la luz y la oscuridad : para cualquier científico la oscuridad lleva implícito la falta de luz. Pero, en la realidad, este antagonismo no siempre es cierto, como vemos con la Aurora Polar, que ilumina la noche oscura en los Polos, o con la "luz de lobo", que cita Homero en su Himno de Hermes y que, como ella, no era luz, pero tampoco oscuridad.

Idéntico error contiene la oposición entre imaginación y realidad. Sabemos lo que es la realidad, pero ¿qué es la imaginación?. Jung dice que es una "función trascendente" en la que los aspectos conscientes e inconscientes de la psique se unen en un nuevo nivel. Coleridge, por su parte, escribe poéticamente en "The Eolian Harp" que la imaginación "es el alma que está en todas partes y en cada una, y que une todas las cosas en un todo lleno de gracia e inteligencia". De modo aún más lírico, podríamos decir que cuando imaginamos nuestra mente y nuestro corazón perciben como si fueran una misma cosa, por lo que la imaginación es el pensamiento del corazón.

De estas ideas cabe concluir que la imaginación es un prodigio que funde el mundo interno (los pensamientos o las quimeras) y el exterior (lo perceptible por los sentidos) en uno solo. "Lo veo sentimentalmente", pone Shakespeare en boca del ciego de Gloucester al dirigirse al Rey Lear, para significar que la realidad y la imaginación no son conceptos antagónicos, sino dos naturalezas unidas en una misma cosa.

La confirmación de mi desapego por la Ciencia se produjo cuando otro día escuché contar a un catedrático en la radio que el corazón incrementa su ritmo cuando se nos aparece inesperadamente la persona amada, porque en la fisiología cardiovascular existen dos parámetros : la presión hidrostática y el gasto cardiaco, unidos entre sí por una relación de proporcionalidad; y que el paso de los años convierte la pasión amorosa en ternura por el trabajo de unas moléculas llamadas endorfinas.

Ese desapego se mudó en enemistad manifiesta en la consulta de un otorrino al que me llevó mi madre. Ojeando una revista de Medicina encontré un artículo escrito por un profesor alemán, en el que afirmaba que el primer síntoma del enamoramiento, el embeleso, es un mero impulso biológico producido por la feniletinamina - un compuesto orgánico, según decía, de la familia de las anfetaminas - cuya duración máxima es de cuatro años.

Aquello me dejó desolado. No sólo me revelaba que la felicidad que sentía al mirar embelesado a Petrita -entonces mi novia - me duraría, como mucho, hasta la Universidad y no toda la vida, como yo pensaba. sino que, además, me demostraba que aquel revoltijo de sensaciones dulces e ignoradas que se me agolparon en el corazón cuando le dí el primer beso, tenía más que ver con una de esas pastillitas que tomaba algunas noches para estudiar y que me quitaban el sueño, que con todas las cosas mágicas que yo expresaba en el emocionado poema que esa misma noche le escribí.

"¡Maldita Ciencia!", me dije entonces. Y ahí sigo.

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