Desde la ciudad olvidada

José Manuel Moreno Arana

San Bartolomé

UN arroyo salado brotó en las entrañas de la ciudad durante cientos de años, recorrió, partiéndola en dos, la collación de San Salvador y traspasó las murallas medievales para desembocar hacia el sur. El conocido como 'Arroyo de Curtidores' unió su existencia a las tenerías o curtidurías, que se instalaron junto a él y donde se trabajó la piel usando su cauce para evacuar los residuos que generaban. En este contexto, y debido a la tendencia de los profesionales de un mismo oficio a unirse en torno a su santo patrón, surge en esta zona de Jerez la veneración a San Bartolomé, vinculado a los artesanos de la piel por creerse que había sido martirizado desollado vivo. En 1414 ya existía una cofradía dedicada al santo en la Colegial y en 1488 se funda una nueva para mantener un pequeño hospital o albergue levantado en la misma plaza del Arroyo. En las últimas décadas del siglo XVI desaparecen el arroyo, cubierto para evitar insalubridad y malos olores, y el hospital, víctima de la reducción de este tipo de establecimientos ordenada por Felipe II. Pero la memoria del arroyo y del santo pervivió: el primero manteniéndose en la nomenclatura urbana, el segundo gracias a la continuidad de su hermandad y su conversión en cofradía penitencial.

Hoy, festividad de este apóstol, traigo el recuerdo del pasado de su culto. En el presente queda su imagen en la iglesia de San Dionisio, adonde acabó asentándose su hermandad. Esta imponente talla, adquirida en 1719 y posiblemente uno de los trabajos finales de Ignacio López, dirige una mirada ensimismada al libro que sostiene en la mano izquierda, mientras en la derecha porta el cuchillo de su martirio. La cabeza, de expresiva interiorización y ampulosa de formas, reluce de ese modo con el que sólo brillan las buenas obras de arte, incluso, con repintes y deterioros, en el más relegado rincón.

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