Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

La cola del paro

CUANDO conviene resaltar la desolación que produce la pérdida de puestos de trabajo se suele recurrir a la expresión "tantas personas condenadas a la cola del paro", como si la cola fuera la auténtica circunstancia ultrajante que hace insoportable la pérdida del trabajo. Y no falta cierta razón. Formar parte de una de las largas colas que forman los parados, someterse a la espera de la ventanilla o la mesa, al reconocimiento público de la condición de desempleado, a la cartilla, tiene algo de humillación, de doblegamiento personal e incluso de correctivo. El parado que hace cola no puede alegar siquiera prisa porque dispone de todo el tiempo del mundo (un tiempo, más que libre, vacío, angustiosamente hueco) para hacer todas las colas y pasar todas las revisiones que sea menester, como si formar colas y esperar turno fuera el cometido característico del desempleado.

Si todas las colas son tristes, las de las oficinas del Inem son sobrecogedoras. Ya son 2,6 millones los españoles convocados a formar parte de esa cadena amarga de gente sin ocupación y, en cierto modo, con la esperanza rota. Y a lo que se ve octubre será aún más devastador y quién sabe cómo vendrán noviembre, diciembre y los meses siguientes, hasta finales de 2009 donde, los más optimistas, han colocado la frontera de la recuperación.

Como ante todas las situaciones extremas, la tendencia común es buscar un culpable, no dos ni tres, sino, si es posible, uno solo, alguien o algo sobre el que volcar la responsabilidad exclusiva. El Gobierno lo ha encontrado en la situación mundial, en la catástrofe que ha encendido Wall Street, como si la economía del país careciera de sus propias circunstancias. Por ejemplo, el ladrillo y esa carrera desbocada que, a lo largo de los años, han auspiciado todas las instancias a sabiendas de que flotaban en una burbuja con los días contados. Repugna en unas circunstancias tan adversas el optimismo infundado del Gobierno, sus llamadas patéticas a la calma y ese sentimiento de ausencia que tienen los ministros, como si vivieran en una dimensión distinta o se hubieran juramentado no nombrar la soga en un país lleno de familias estranguladas.

Y repugnan también los que concentran la responsabilidad en la inacción del Gobierno, se abstraen de la zozobra mundial y sienten una delectación morbosa en acumular datos nocivos, revolver o incluso amañar porcentajes y sumar parados como si fueran las víctimas de un juego de rol con tal de robustecer su causa política. Una causa, por cierto, que en la práctica no ha planteado ni una sola alternativa creíble y que está viciada de la misma inanidad que en apariencia combate.

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