Hace unos días me preguntaban por la red social Twitter que cómo era posible el color del vino Fino que estaba tomando. Un Fino de color dorado, ya cercano en el límite con el amontillado. Esta anécdota me hizo reflexionar y preguntarme por qué no educamos a los consumidores de nuestros vinos a disfrutar de la verdadera viveza de los mismos. De sus colores y sus matices y de sus evolución en botella. Con los vinos en rama - que están ahora tan de moda - quizás ha llegado el momento de dejar la clarificación y la estabilización atrás. Y volver a esos años en los que se apreciaba el verdadero color de nuestros vinos. Y por ende todos los aromas que nos aportan. Con esto no estoy diciendo que esté en contra de la clarificación y estabilización de los vinos, ni mucho menos. Pero sí a favor de una naturalización de lo que nos bebemos. De los vinos de verdad. Así, no existirían dudas cuando veamos un Fino dorado o más dorado de lo habitual. Lo que realmente debería extrañarnos es encontrar Finos que tienen prácticamente el color del agua, o que es muy difícil diferenciar ambas bebidas. Cierto es que dependiendo de la vejez de nuestros vinos tendrán una tonalidad u otra pero nunca saliéndose de esas tonalidades habituales cuando bebemos directamente de la bota a través de una venencia. Y olviden ya eso de que si su color ha cambiado el vino está remontado. ¡No!. Tan solo que el vino, al no tener nada que lo mantenga inerte sigue evolucionando. En aromas, en sabor y por supuesto también en color. Y es que la riqueza organoléptica de los vinos de Jerez no tiene parangón. Una experiencia sensorial que en el caso de los vinos en rama - los que mantienen su verdadera autenticidad - abre un abanico de sensaciones a medida que pasa su tiempo en botella. Y es que, los vinos de Jerez siguen siendo un mundo maravilloso por descubrir.

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