El lanzador de cuchillos

La conductora

Esta columna no es más que un torpe intento de mitigarla y de pedir perdón a esa mujer desconocida

Hace algún tiempo presencié un incidente bochornoso. Paseaba al perro a primera hora de la mañana y, mientras recogía las cacas del animal, vi al fondo de la calle un todoterreno parado frente a un edificio en obras. No le presté mayor atención hasta que, un par de minutos después, empezó a sonar un claxon de manera insistente y escuché, a lo lejos, los exabruptos de unos hombres corpulentos que descargaban espuertas en el portal frente al que estaba detenido el vehículo. Como el claxon no dejaba de sonar, me picó la curiosidad y me acerqué al lugar del que procedía ese pitido incesante. Un Land Rover, que ocupaba toda la calzada, tenía enganchado un remolque desde el que tres hombres, dirigidos por quien parecía ser el dueño del coche y de la casa, cogían sacos de cemento y los introducían en la vivienda que estaban reformando. Detrás, una mujer de mediana edad tenía las dos manos hundidas en el volante de su Citroën y voceaba para quien quisiera escucharla que llevaba un cuarto de hora bloqueada sin que aquellos individuos se hubiesen siquiera dignado a pedirle disculpas. Como pude comprobar con mis propios ojos, para los obreros y su jefe la señora era poco menos que invisible, pero eso no impedía a la cuadrilla de trogloditas dirigirle, sin mirarla una sola vez, toda clase de zafiedades. Allí estaban los cuatro machotes, taponando la calle, sin importarles que ella, la puta loca, también tuviera un trabajo al que llegar puntual. Para que la escena fuera de una repugnancia insuperable, algunos vecinos empezaron a insultar desde las ventanas a la conductora e incluso un chico joven se entretuvo en grabar todo con el móvil mientras se echaba unas risas. Yo tendría, entonces, que haber cogido del pecho a los tipejos de la obra y haberle mentado los muertos a los mierdas de los balcones y al niñato del iphone, pero una extraña prudencia me lo impidió y, con la falsa coartada de que también tenía prisa, doblé la esquina y dejé allí sola a la pobre mujer, a punto de echarse a llorar de rabia y de impotencia. Debería haber atado al perro a un bolardo de la acera y haberme liado a hostias con aquella gentuza, pero no lo hice y, desde entonces, tengo una sensación molesta que se parece bastante a la mala conciencia. Esta columna no es más que un torpe intento de mitigarla y de pedir perdón a esa mujer desconocida a la que, por falta de coraje, dejé a merced de una manada de miserables.

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