Relatos de verano

Jorge Duarte

El confesionario (IV)

Resumen de lo publicado. El protagonista, disfrazado de cura, se encuentra en la capilla de un hospital. El párroco, creyendo que es sacerdote, le pide el favor de que imparta confesión mientras él oficia una misa de funeral que está a punto de comenzar. El primer feligrés que acude al confesionario confiesa que es traficante de drogas a gran escala y que ha matado a un colombiano que amenazaba con quitarle clientes. El falso sacerdote, aterrado por la peligrosidad que puede entrañar el mafioso, sobre todo si se entera de que no es cura, intenta quitárselo de en medio abreviando la confesión todo lo posible.

Padre, me toca a mí! -reivindicó con tosquedad uno de los feligreses que aguardaban turno en el confesionario-. He llegado el segundo. ¿O es que también hay enchufismo en los confesionarios? ¡Nos ha jodido!

-Por el frontal no atiendo -repuse, contenido-. Váyase a uno de los laterales y espere su turno.

-Resulta que soy el que paga el funeral -replicó en tono montaraz-. El muerto es mi hermano; y si he llegado el segundo, usted me atiende el segundo. ¡Punto en boca!

No estimé prudente encararme al rudo feligrés, más que nada por no llamar la atención; mi situación, como sabe el lector, era harto delicada. Por otro lado no podía quedarme impasible ante una falta de respeto tan manifiesta. Decidí ser cauto hasta que llegara la ocasión propicia de mi contraataque, el cual no podía transcurrir en otro momento que durante su propia confesión.

-Sí, hijo, lo que usted diga -contesté, cordialmente-. Deje que termine con esta feligresa y estoy con usted, ¿de acuerdo? Le ruego disculpe las molestias.

-Estoy yo como para disculpar -masculló, malhumorado-. Y se colocó en el ventanuco contrario al de la viuda, su cuñada, por otra parte.

La viuda, al advertir de nuevo mi proximidad, reanudó su confesión:

-No soporto más este cargo de conciencia, padre. He estado engañando a mi marido desde hace dos años y hasta el mismo momento de su muerte, a pesar de que siempre se portó bien conmigo y de que era un padre ejemplar. ¡Y así se lo he pagado, Dios mío! -y rompió en un plañido plácido y compasivo.

-Vamos, hija, deje de llorar, me está usted partiendo el corazón. La infidelidad es un pecado muy común -dije para consolarla-, más de lo que imagina.

-La infidelidad es lo que menos me preocupa, padre -replicó la viuda-. Lo que me atormenta es el pecado que viene ahora. Será mejor que se prepare para oírlo, porque es muy grave.

Intrigado, pegué la nariz a la celosía para ver de nuevo a la viuda. La joven se había levantado el velo para secarse las lágrimas con un pañuelo negro de encaje; mostraba una belleza altiva y unas facciones muy delicadas, a pesar de las huellas de sufrimiento de su rostro. Era difícil creer que aquella cándida criatura tuviera pecados aún más truculentos por confesar.

Unos golpes, aún más estruendosos que los de antes, sonaron en la ventanilla opuesta. Invadido de furia, la abrí con brusquedad. Era otra vez el hermano del finado. Tenía la cara arrugada y sus ojos hechos brasas.

-¡Que es para hoy, padre! -protestó con virulencia, hasta el punto de obligar a don Anastasio a detener la misa.

-Vamos a ver si guardamos silencio por esa esquina -ordenó éste desde el altar, lanzándonos una mueca cargada de censura-. Estamos en un funeral, señores -terminó por decir. Y continuó con su plática, volviendo a flotar plúmbea en la pequeña iglesia.

-Por favor -respondí-, le ruego que se calme, ya estamos terminando.

Mi marido -prosiguió relatando la viuda- no murió a manos de unos atracadores, como cree todo el mundo: lo matamos mi amante y yo -acto seguido, rompió a llorar sin contención alguna.

¡Dos asesinatos y no había hecho más que empezar! Exclamé para mis adentros. Si llego a saber a tiempo, pensé a la sazón, que las confesiones eran así de escabrosas y entretenidas, no habría dudado en estudiar para cura.

-Cálmese y cuénteme lo que ocurrió -la animé, carcomido por el suspense.

-Todo empezó hace tan sólo dos días -comenzó a narrar la bella mujer-. Mi marido volvió del trabajo unas horas antes de lo previsto y me sorprendió en la cama con mi amante, quien, en vez de vestirse y largarse discretamente, como hubiera hecho cualquier persona en su sano juicio, salió, hecho un energúmeno, de entre las sábanas, cogió un atizador de chimenea y, sin mediar provocación alguna, asestó a mi marido un tremendo golpe en la sien que lo hizo caer al suelo fulminado. Tras comprobar su pulso, me miró a los ojos con una frialdad que me heló la sangre, y dijo: "Ahora serás mía para siempre". Seguidamente preparó el escenario para que pareciese la agresión de unos ladrones. Yo estaba horrorizada, padre, y tan confundida que creía estar soñando la peor de las pesadillas. Intenté llamar a la policía, pero mi amante, nada más ver que manipulaba mi móvil, se puso como un loco; me pegó no sé cuantos puñetazos y patadas, y amenazó con inculparme como cómplice si lo denunciaba. Desde entonces, padre, no sé qué hacer, ya no tengo ganas ni de vivir… Sólo me queda... -y guardó un silencio estremecedor.

-¿Por casualidad, ese hombre, su amante, está aquí?

-Fue su propio hermano, padre -respondió con el aliento corto y apresurado, temerosa de su delación. Y la concretó aún más-: Lo tiene usted ahí mismo, esperando para confesarse-. Súbitamente oí y sentí un retumbante trueno dentro de mi cabeza-. Que Dios le perdone por lo que ha hecho -añadió la viuda mientras se santiguaba. Otra colosal tronada, aún más prolongada que la anterior, resonó en mi mente, otorgando aún más gravedad a la insólita revelación.

-Su cuñado no volverá a molestarla -sentencié, rebosante de cólera e indignación-, puede estar segura de ello. Rece tres avemarías y tres credos como penitencia. Y no se preocupe más, ahora el asunto está en manos de la Iglesia, ¡de la Inquisición!

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios