Nadie lo había visto antes por el Monte de Piedad, pero parecía un buen hombre. Con su gabán oscuro y el sombrero que se quitó apenas atravesó el umbral. Era, por demás, bien parecido y de maneras exquisitas, aunque traía pintado en los ojos el color gris de la derrota o el fracaso y había en su piel un color desvaído, espectral. La mujer que lo atendió sintió que la temperatura había descendido en el despacho, aunque sonrió cuando, tras presentarse el recién llegado como Edmundo Azorín, mostró una sencilla caja de madera y dijo:

-Va en ella mi vida entera. No quiero, señora, que la subasten. Solo que la guarde bien. Ustedes son un Monte de Piedad, y es precisamente eso, piedad, lo que necesito.

-Señor. Me es obligatorio saber su contenido. Espero que lo entien…

-Va mi corazón cansado -interrumpió el otro cortésmente-. Latió por aquello que amé. Guárdenlo, se lo ruego, porque es vano el intento de seguir viviendo con un corazón que se detuvo en el momento en que ella marchó sin una despedida, sin una carta, sin un beso.

El hombre no dijo más nada. Dio un voluminoso sobre a quien le atendió y dijo:

-Ustedes sabrán usar bien ese dinero para sus obras de caridad. Hagan a cambio lo que les pido. Empeño mi corazón, ahora que ya vivo sin vivir. No volveré a por él pues ya no me pertenece.

Después de dicho eso, se dio la vuelta y se marchó.

Un escalofrío azotó, no solo la espalda de la mujer, sino la de otros clientes que estaban allí.

Un hombre se compadeció de él:

"Pobre chalado", masculló.

Pero la empleada no pudo contestar. Al abrir la caja vio un cristal, y tras él un corazón entre pequeñas flores blancas y una leyenda que decía: Edmundo Azorín. 1750-1798.

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