Alberto Núñez Seoane

Hay corrientes que fluyen bajo tierra

Tierra de nadie

31 de octubre 2022 - 08:07

VIVIMOS en el tiempo que nos ha tocado. Asumido el azar, o el destino -que no es lo mismo-, al que, dicen, estaba escrito, nos correspondía; asentados en los espacios que se nos han, de modo supuesto y nunca lo suficiente reconocido, asignado: resignados, unos; satisfechos, otros; insensibles, tantos; desconocedores, algunos; acomodados, los más; rebelados, los menos. Van pasando días… que no son “un día más”, sino un día menos. Sin embargo, la lucidez que deberíamos observar cómo imprescindible, parece aborrecernos, queriendo alejarse, separarse de lo que debiéramos ser, no de lo que significamos.

Por “debajo” de nuestras vidas, más o menos cómodas; con disgustos mayores o menores -excepción hecha de los que a veces acontecen y en verdad son como tempestad fuera de control-; con cariños y alegrías -escasas pero relevantes-, por sensación de cercanas ansiadas, por escasas deseadas, esas que ayudan a no sabernos, aquí y allá, ausentes, a no sentirnos extraños por todos y en cualquier lugar, a querernos queridos, a anhelarnos amados, no imprescindibles -tamaña soberbia, ¡jamás!!- pero si, al menos y con la toda posible humildad, necesarios; no por nosotros mismos, si no por los que en buen concepto nos tengan, con buena compaña nos deseen y a buen fin nos prometan.

“Por debajo” de nuestras vidas hay otras vidas que no lo son, y sin embargo… viven, o, a mejor decir, existen a la sombra de algo que podríamos decir se asemeja, muy de lejos y de modo muy cruel, a lo que nosotros, ciudadanos de un primer mundo desorientado, aburguesado, y desnaturalizado, entendemos por vivir; aunque, en la muy cruda realidad, no tenga nada que ver con ello: tan sólo sobreviven, huérfanos de calor, bastardos del presente, expulsados del mañana, repudiados sin razón, olvidados del perdón y marcados por Caín, sin que nunca Abel lo consintiese.

Sabemos poco, los ciudadanos de a pie, sobre las historias de esas personas sin historia. Estamos a noches luz de suponer, siquiera, el averno que arde bajo los pies de lo, para nosotros, cotidiano.

Hay, sí, un universo paralelo a este, en el que las personas “normales” nos vemos las caras casi todos los días, un “universo” al que alguien -lo hago yo, ahora- debiera rebautizar como “malverso” -sin entrar en confusión con quien “malversó”, hoy fuera de contexto-. Créanme, ni siquiera en el más siniestro de los reversos tenebrosos, que esconden lo más abyecto de la humana naturaleza y de los males a los que esta pudiese dar cobijo, susceptible de ser aceptado por mente humana razonable y sensata, pero no desnaturalizada, se alcanzaría la espantosa depravación, por inhumana monstruosa, que a unos ahoga y en la que otros, ellos solos, se ahogan durante cada una de las veintiocho horas -no parece a los condenados que puedan ser sólo veinticuatro las que descuentan en cada uno de los días- de cada uno de los ocho días de la semana -más que siete, pareciesen siete docenas, cuándo se teme más al alba, por amenazante, que al crepúsculo, por amenaza consumada-.

Sabemos poco, apenas nada, los ciudadanos de ese horroroso “malverso”; algo más conocen médicos, enfermeros y sanitarios… y algunos entregados religiosos y misioneros, también, ¡mucho más los policías!, testigos habituales de las abominables infamias que fluyen por bajo de nuestro día a día. A ellos habría que llamar, que acudiesen a escuelas e institutos e impartiesen magisterio; que fuesen a universitarias aulas y mostrasen realidades, que hablasen a todos, sobre todo a los que mañana van a ser responsables de todo, antes que hoy la nada, señora del “malverso”, les ciegue y arrastre a un mundo que no es como nos dicen que es; que hablen, sí, de lo inhumano que el humano puede llegar a ser, parar tratar, en lo más posible, de evitarlo; que descubran la espantosa miseria con la que el hombre es capaz de enmascararse y olvidar que lo es, para hacer buena a la peor y más repulsiva de las bestias imaginables. Que lo hagan, por salud mental, para conocimiento de lo cierto y de lo que no por cuantos más mejor, por mayor y más firme asentamiento de los principios que nos hacen humanos y de los valores que nos impiden retornar al animal irracional que fuimos, por no enmascarar el latrocinio, disfrazar la inquina, esconder lo perverso, alimentar el odio, u ocultar lo sádico; por alejarnos mucho, todo lo más en la medida de lo factible, de esas alcantarillas en las que perdemos lo poco que tenemos para tener aún opción a ser, o haber sido algo que valga la pena no olvidar.

No es acorde con la consciente capacidad de conciencia que poseemos, ni asumible tampoco ni mucho menos permisible, seguir existiendo, sin más, mientras otros sufren las peores calamidades, injusticias y horrores; no las que tienen por causa a la madre Naturaleza ni las que son consecuencia de un destino escrito y ordenado por Zeus, dios de dioses, allá en las helénicas alturas del Olimpo; sino las que caen sobre los que la desgracia ampara, por causa única y responsabilidad exclusiva nuestra, por activa o por pasiva.

El ímpetu al que obliga el desespero, hará del torrente que empuja sus aguas bajo tierra, actor y ejecutor que socava y arrasa el techo que le negó la luz que, también, debió poder compartir.

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