Ahora que se venden más chubasqueros para perros que para bebés. Ahora, que se compran más móviles que libros. Ahora, que hay más tiendas de artículos inservibles que floristerías pero hasta las calles tienen maceteros preventivos de ataques. Ahora, que los maleteros no llevan maletas sino cadáveres. Ahora, que se monta un freeday todos los días. Ahora, que las playas están olvidadas para el paseo a cambio de llenos en las grandes superficies. Ahora, que ir al cine no se lleva por culpa de las plataformas digitales. Ahora, que las redes silencian los minutos de las parejas en los sofás. Ahora, de nuevo, es cuando llega otra Navidad. Y lo hace con sus tradiciones. La de acercar a la familia. La de compartir zambombas. La de comer con los amigos y la de desear felicidad a los demás. Aunque ya la familia casi es una reliquia, las zambombas, botellódromos, las comidas meros encuentros sociales y lo de desear más un tic social repetitivo que una emoción sentida. En este tiovivo de los años parece que nos estamos equivocando. Desde que los Reyes magos se pasaran en enero por nuestras casas, ha pasado otro año que nos hace pensar en lo vivido a modo de reflexión personal. Un año más en los que tienen la dicha de cumplirlos. Un solsticio de invierno que irremediablemente suena a balance de los vivido. En las calles, más de lo mismo. En los dormitorios, mucho ronquido. En las cocinas, demasiado olor a chamuscado y en los cuartos de baño, mucho vapor de agua en los espejos. La vida misma en imágenes, pero ya no en blanco y negro sino con colores digitales de quinta generación. Colores que matizan la evolución de la especie. Colores de neón de las tarjetas de crédito. Por muchas bolas enormes de luces de colores, árboles con tecnología led y pistas de patinaje, la verdadera natividad es la de cada uno en su interior. No, las que nos están haciendo vivir.

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