NI los termómetros ni los mapas del tiempo tienen idea de lo que se cuece en muchas ciudades de Andalucía en verano. Ni Écija o Córdoba en sus peores días de más de cuarenta. Si algo tienen de especial algunas, en estos días en los que quema hasta el agua de la nevera, es que son especialmente calurosas. Son ciudades fantasmas. No tienen vida. Les falta alegría. Parecen de segunda división. Sus vecinos tienen la sensación de haberse equivocado de lugar para vivir en estos meses por la envidia sana de quien vive cerca del mar o de algún río. La gente no pasea, se arrastra por las calles. Los pájaros solo se escuchan al amanecer o por la noche. El viento de levante hace de compañero de fatigas para derretirse. Las ventanas abiertas son escaparates al estilo de la indiscreción de las de Hitchcock. Las grandes superficies comerciales son el lugar de encuentro para paseantes y acalorados. Lo de hacer el agosto es una condena más que una ventaja e impera la ley del mínimo gasto, la de la falta de actividad y la desidia. Son ciudades que no alcanzan para ser o existir todo el año.

A las que le falta enjundia para estar vivas doce meses. Que parecen desecadas en el desierto de la canícula cansadas de respirar aire caliente entre cactus. Que sus cimientos no les da para permanecer de pie más de diez meses. Que no tienen ni la tradición ni las ganas de ser ciudad completa que sea capaz de dar a sus ciudadanos lo que se merecen durante todo el año. Que parecen estar de cuarentena estival perenne. Y puestos a buscar responsables podríamos hablar de los políticos que las gobiernan, o de los operarios quita adoquines o de los flamencos de los arrabales, o quizás de los terratenientes venidos a menos, e incluso puede que fuesen los propios articulistas de periódicos. O quizás sea alguna cadena de ADN transgeneracional. Es, por si les suena algún caso de ciudad así.

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