La culpa

Podemos resultar inocentes de alguna acusación en concreto, pero nunca inocentes de modo general

Los maridos que se quejan de que sus mujeres les echan la culpa siempre de todo (como el que me suplica que trate, por favor, este misterio en un artículo) son muy afortunados. Tienen a su mujer constantemente pendiente. Los que vivimos así la política tendemos a exclamar: "Nopiove, porcoGoverno", pero la mujer enamorada hasta las trancas pensará que llueve o no por algo de su marido. ¡Es tan romántico!

Además, los que se quejan de sus mujeres se ve que no sufren la manía universal de culpabilizar al prójimo. Ojalá fuese sólo una práctica conyugal. Mi mujer me echa muchísimo la culpa, naturalmente, pero no más que los otros. Es una dinámica universal de la que algunos felices, por lo visto, se libran y entonces la monogamia asume el monopolio. Es justo que ellos compartan la suerte común del género humano.

Y más allá del género incluso. El otro día comprobé con malicioso placer como unos amigos veganos se desesperaban mientras les explicaba que, al caer la tarde, veo a un cernícalo primilla merendándose incautos gorriones. Ellos hubiesen preferido que el bárbaro que tomase pajarillos fuera yo. No sabían ahora si abominar de la primilla sería animalismo ortodoxo o lo contrario ni si mi observación de la naturaleza era reprochable o encomiable. Yo había encontrado una salida de emergencia de la culpa carnívora.

Es la tendencia gemela a la culpabilización: escurrir la culpa, aunque sea señalando al cernícalo primilla. Por eso mis alumnos, que saben latín, no dicen "yo no he sido", sino "yo no he hecho". Suena a incorrección, pero cuidado: el verbo "ser" les parece que deja una marca demasiado ontológica de culpabilidad. ¿Ven lo fino que hilan?

El problema es que sí somos culpables, como recuerdan a los más afortunados sus atentas esposas. "Nadie es inocente, aunque se demuestre lo contrario", ha sentenciado Javier Salvago. Por eso, lo mejor no es ni cara (culpabilizar al resto) ni cruz (escurrir el bulto), es caer de canto: confesar. Para eso ayuda el egotismo. Lo decía, en legítima defensa, Llorenç Villalonga a quienes protestan de la literatura confesional: "Es una buena costumbre no hablar de uno mismo. Pero quien no habla de sí mismo habla de los demás; y son los demás los que salen perdiendo". Yo, por ejemplo, me confieso culpable de no haber defendido a mis amigos de las acusaciones matrimoniales, sino de animarles, encima, a acusarse por cuenta propia más.

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