La tribuna

Santiago González Ortega

¿Cuál debe ser la edad de jubilación?

EN el debate acerca de la reforma de las pensiones una de las cuestiones centrales es la referida a la edad de jubilación. Un tema que ha generado opiniones tanto a favor como en contra del retraso de dicha edad de los 65 a los 67 años. Pero pocos han afrontado la cuestión preguntándose conforme a qué criterios debería fijarse la edad a cuyo cumplimiento es razonable que una persona pase a ser pensionista de jubilación, dependiendo la respuesta de cómo se conciba el acto de jubilarse. Para lo cual hay tres posibilidades: como recompensa, como protección contra la necesidad económica, o como medida de política de empleo.

Si la jubilación es entendida como recompensa a una larga vida profesional, entonces sólo podrá tener lugar tras un desempeño lo suficientemente amplio como para justificarla. Ya que la actual expectativa de vida es muy amplia (15 o 16 años como media a partir de los 65), es indudable que la actividad que habrá de desarrollarse para generar esa recompensa tan extendida en el tiempo, y tan costosa desde el punto de vista del gasto público, también deberá ser muy amplia. En caso contrario se trataría de una recompensa desproporcionada. Así que es preciso buscar un punto que viene determinado por el equilibrio financiero del sistema que, existente hoy pero en posible peligro en el futuro, exige que uno de los dos factores se modifique: o bien se exigen más años de activo para jubilarse (hoy sólo un mínimo de 15 años), o bien se recorta el tiempo de disfrute, demorando la edad de jubilación.

Si la pensión de jubilación se considera como una medida de protección frente a la necesidad económica, como ha sido su naturaleza durante muchos años, sólo debería articularse a partir del momento en que las personas ya no pudieran por razones de capacidad desarrollar ningún trabajo. Lo que provocaría que la edad de jubilación se estableciera en aquel momento en que la imposibilidad para trabajar se presentara, no tanto por una incapacidad (que no conoce edad), sino por el mero agotamiento paulatino de las capacidades personales que el avanzar de la edad impone, como nostálgicamente ha dicho el Tribunal Supremo. Una edad que, en razón de la mejora del nivel sanitario de la población y de los hábitos de vida, se ha ido retrasando cada vez más, como pone de manifiesto esa amplia expectativa de vida de los españoles.

Finalmente, la jubilación también puede ser entendida como una medida de política de empleo, de forma que la edad se fijaría como una derivación de los objetivos de empleo. Así, la edad de jubilación se establecería en función de los niveles de desempleo, de las características del mercado de trabajo y de las dificultades de ocupación de los jóvenes, retrasándola si se considera necesario mantener en activo a las personas que llegan a edades maduras, o anticipándola si se entiende que con ello se liberan puestos de trabajo que pueden ser ocupados por otros trabajadores desempleados, preferentemente jóvenes. Esta tercera es una visión un tanto darwiniana, según la cual la escasez del empleo hace que la fuerza de trabajo más madura deba ceder el sitio a los más jóvenes, por lo que se expulsa a los primeros de forma anticipada, adelantando la edad de jubilación.

De los tres enfoques de la jubilación, dos aconsejan el retraso de la edad. A este efecto, no viene mal recordar una frase, que tiene más de 90 años, contenida en el Preámbulo del Reglamento de desarrollo del RD de 11 de marzo de 1919, por el que se estableció en España el llamado Retiro Obrero: "En cuanto a la edad de retiro, se ha señalado la de sesenta y cinco años; no obstante, dentro del régimen legal puede fijarse una edad inferior para los obreros de profesiones agotadoras". De ella se derivan dos ideas plenamente actuales. Por una parte, que la edad de jubilación a los 65 años ya se fijó en 1919 y que, por tanto, no es irracional revisarla transcurrido tanto tiempo y cambiadas tantas cosas, entre ellas la tan repetida expectativa media de vida; mucho más cuando no se intenta subir esa edad de forma radical sino sólo uno o dos años. Por otra parte, que también debe asumirse, en coherencia con esa edad más alta, que esa elevación plantea la necesidad de articular edades diferentes, más bajas, para quienes desempeñan trabajos que deterioran particularmente la salud o que requieren unas capacidades que la edad resta o anula.

En todo caso, decidir sobre la edad de jubilación no es fácil y exige una voluntad política clara y una actitud transparente e imparcial. Pero, sobre todo, requiere rechazar los argumentos catastrofistas que atentan contra uno de los rasgos sobre los que se basa cualquier sistema de Seguridad Social, más allá de los cálculos económicos, los equilibrios financieros o el control del gasto público. Se trata de un valor inmaterial como es el principio de confianza del ciudadano respecto de un sistema de protección que se apoya en el consenso social y en un pacto de solidaridad intergeneracional garantizado por el Estado. Es inadecuado comenzar un debate sobre cualquier aspecto de las pensiones profetizando la crisis inmediata del sistema. Parafraseando a Winston Churchill, "hoy día se afirman muchas verdades indiscutibles, lo que sucede es que la mayoría son falsas".

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