Me siento un poco desgraciado. La Agencia Tributaria me ha devuelto casi 80 euros, que es una cifra como de bote de las propinas. Ni una llamada del inspector de Hacienda he recibido. Ni una triste investigación me han querido abrir por la inmensa fortuna que perfectamente podría yo tener en Andorra sin declarar. Nada. Mientras tanto, hay futbolistas que, cuando se enteran de que deben una millonada, van y se encogen de hombros porque bastante tienen con ganar todo ese dineral que les pagan por jugar a la pelota como para preocuparse encima de tributar por él. Mientras a mí me devuelven 80 miserables euros, hay presentadoras de televisión que ya ocupan un lugar en las listas de grandes morosos de este país, y sin perder la sonrisa. Como hay también banqueros con tanta vocación de servicio público que ni después de haber pasado por la cárcel perdieron las ganas de esquivar al Fisco y, ya de paso, de chulearnos un poco a los contribuyentes y demás personas físicas.

Es lógico que estas cosas ocurran porque, desde aquella época remota en que la moneda de cambio eran las cabras (y lo más parecido a cotizar en bolsa, tener un rebaño) la Humanidad se ha dividido en dos grupos: los que descansan cuando pagan lo que deben y los que, precisamente, donde no hallarían alivio ni sosiego es en rascarse el bolsillo, así falten cerdos de barro en el mundo para almacenar las riquezas que se les amontonan.

Y si no entiende de épocas, la condición de moroso tampoco entiende de clases sociales. Las cantidades adeudadas por un ciudadano pueden oscilar entre la poca cosa y la burrada notable. De ahí que, según las aspiraciones de cada cual, se pueda quedar uno en simple moroso de ultramarinos, que es el que se conforma con que le dejen fiados el pan y los yogures en la tienda de la esquina, pero se puede también alcanzar la gloria de la morosidad, como la han alcanzado todos esos deportistas de élite que ni se tienen que esforzar para hacerse los tontos, o esos inversores de lo que haga falta, o los magnates clásicos del ladrillo, que sí, que ganarán mil veces más de lo necesario para pegarse la vida padre, pero que se sentirían muy desgraciados si tuvieran que pagar impuestos como hace la gente del montón.

Para tranquilidad de estos campeones del escaqueo, existen cientos de mecanismos con los que burlar los controles fiscales. Y es fácil burlarlos porque, en su momento, ocultar un montón de cabras, o de esclavos, o unas pirámides de Egipto, tuvo que ser un engorro para los defraudadores, pero desde que el dinero para comprar un rancho en Alabama cabe en el bolsillo donde se guarda la chequera, a los inspectores de Hacienda se les escapan más pájaros de los que cazan. O a lo mejor no se les escapan tantos pájaros y lo único que vuela es el dinero que tendrían que tributar, que para el caso es como si yo tuviera que tributar por la fortuna que tal vez guarde escondida en Andorra, o tal vez no.

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