la tribuna

José Luis García Ruiz

En defensa de las diputaciones

SUELE ocurrir en la comunicación política que de vez en cuando aparecen determinados mantras que, sin que se sepa exactamente por qué, obtienen un gran éxito y comienzan a ser reduplicados incesantemente por políticos y tertulianos. Tal es el caso de lo que viene sucediendo con el tema de la supresión de las diputaciones provinciales preconizada en base, se dice, a su inutilidad y al gasto que suponen.

Lo malo es que a veces el mantra se impulsa desde el desconocimiento. Así, por ejemplo, me he encontrado con que sesudos articulistas e incluso profesores de Derecho ignoran que, como consecuencia del Pacto Autonómico de 1981, las diputaciones ya no existen en ocho de nuestras diecisiete comunidades autónomas: todas las uniprovinciales en las que, por serlo, el ente autonómico ha absorbido a las diputaciones, más Canarias, por la existencia de los cabildos insulares.

Por otro lado, la comunidad autónoma del País Vasco se superpone a la existencia previa de los Territorios Históricos de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa en forma de diputaciones forales, organismos tan intocables en el esquema vasco que hasta sus normas tributarias tienen fuerza de ley. Así que el problema, de serlo, sólo afectaría a ocho de nuestras diecisiete comunidades autónomas, es decir a las comunidades autónomas pluriprovinciales, menos Canarias y el País Vasco.

El Pacto Autonómico de 1981 pretendió asimismo que las comunidades autónomas pluriprovinciales articulasen la gestión ordinaria de sus servicios periféricos a través de las diputaciones provinciales como reza literalmente el, durante más de veinticinco años incumplido, artículo 4 del anterior Estatuto de Andalucía. Sabido es que los políticos autonómicos ignoraron este mandato estatutario y decidieron montar otra administración periférica. Se nos podrá argüir que a lo hecho, pecho, y que lo importante ahora es si, siendo las cosas como son, las Diputaciones han de ser suprimidas.

De entrada nos encontramos con un pequeño problema: como la Constitución reconoce la autonomía propia de las provincias y designa para el Gobierno de éstas a las Diputaciones (artículo 141.2) y como los estatutos de autonomía organizan el territorio autonómico en base a las provincias que integran la comunidad autónoma (por ejemplo, artículo 2 del Estatuto de Andalucía vigente) y, a su vez, establecen que el Gobierno de éstas corresponde a las diputaciones (artículo 96), la supresión de las mismas requeriría la reforma simultánea o en cascada de la Constitución y de bastantes estatutos de autonomía.

Y parece un chiste de mal gusto que cuando lo que está puesto sobre la mesa es la necesaria reforma constitucional que cierre de una vez por todas la forma del Estado, un juego de trileros en forma de mantra intente focalizar el problema sobre las diputaciones y no sobre la estructura elefantiásica de las administraciones autonómicas con delegaciones provinciales de las consejerías en forma de virreinatos, por no hablar también de las sucursales provinciales de las agencias y organismos públicos autonómicos.

Nada de lo anterior justificaría la perdurabilidad de las diputaciones si se demostrase su no necesariedad. Pero aquí conviene distinguir entre el mal uso que la clase política haya podido hacer de estos organismos -en forma de bocados a sus presupuestos para alimentar a militantes sin ubicación o de subvenciones discutibles- y el papel que constitucional y estatutariamente deben cumplir. Salvo provincias muy determinadas y que se cuentan con los dedos de una mano, lo usual cuando hablamos de cualquier provincia es que esté formada por la capital que le da nombre, un par de municipios grandes y un mosaico de pequeños municipios, a veces centenares (así hay 34 provincias con más de 100 municipios, de las que 19 cuentan con más de 200). Y para estos municipios la existencia de las diputaciones es, hoy por hoy, una cuestión de vida o muerte. Y si no han de morir, no habrá tampoco ahorro presupuestario por cuanto tendrán que recibir por cualquier otra vía los bienes y servicios que hoy les procuran las diputaciones, como ya ocurre en las comunidades autónomas uniprovinciales.

Restar añadir que la estructura provincial, con sus diputaciones, es consustancial a la implantación del Estado como Estado constitucional tras poner fin a la organización territorial de la monarquía absoluta. Y por eso, el Estado español de nuestros días está tan cimentado en la estructura provincial que ésta resultó inescapable a la hora de organizar a las propias comunidades autónomas. Así que el intento de su desmontaje no es baladí ni inocente sino que busca incentivar, compañeros de viaje aparte, el debilitamiento del Estado y el centrifuguismo autonómico. Baste recordar al Estatuto de Cataluña y su pretensión de abolir la estructura provincial.

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