Por delante

El crédito de la palabra de Pedro Sánchez está a unos niveles equiparables a nuestra deuda pública

Si fuésemos más barrocos, las cosas estarían más claras. ¿O acaso no resulta iluminadora la paradoja de que el inminente presidente del Gobierno está acabado? ¡Cómo puede ser eso!, exclamarán, escandalizados, los neoclásicos. Obsérvese el valor neto que tiene su palabra, la confianza del electorado en su integridad moral, el peso que el pueblo concede a su compromiso con sus principios, la admiración general que despiertan sus capacidades intelectuales y su carrera académica… Para muestra un botón: ha pasado, como señala Marta Espartero, de prometer incluir en el Código Penal la convocatoria de referéndums ilegales, a convocarlo él mismo. Si esto no es tener amortizado ya, en plena juventud, el prestigio personal y político, que venga Cicerón y lo vea.

Naturalmente, como pasa con el proverbial jabalí herido o con el zombi, auténtico tótem de estos tiempos, es mucho lo que Sánchez puede llevarse por delante mientras tanto. El nuevo año que los columnistas y ustedes, pacientes lectores, tenemos por delante consistirá, de hecho, en ir glosando el destrozo.

Sin embargo, es importante fijarnos en la envergadura de su descrédito ahora que no ha empezado el frenesí. El gran Saavedra Fajardo nos explica que la cumbre, si bien está más vecina de los favores de Júpiter, también lo está a las iras de sus rayos. Cuanto más alto se llega en política, más expuesto se queda. Más expuestas, sobre todo, las carencias, aunque esas carencias -nueva paradoja- sean las que le hayan aupado a la cumbre, a base de desprenderse del peso de valores y convicciones o de no haberlo tenido nunca.

En la cumbre, encima, combaten más recios los vientos y, con tan poco peso, será muy posible que le arrastren. La mayor parte de las cosas que sucedan en la política española de ahora en adelante serán, precisamente, los esfuerzos ímprobos de un etéreo presidente para que no se lo lleve por delante la mínima brisa de la opinión pública o el soplo de un mal dato económico o el resoplido de estupor de nuestros socios europeos.

Por eso, para entender lo que va a ocurrir, no olvidemos el estado del crédito del presidente, peor que nuestra deuda pública. No nos consolará ni nos lo hará más llevadero, pero nos convencerá de que viejos valores como la fidelidad a la palabra dada, el pundonor, el compromiso con el programa y el respeto a las instituciones son más prácticos de lo que el neomaquiavelismo cree.

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