Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Demócratas...pero menos

Ya lo dice el refranero, que nunca se equivoca: “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”.

Se les llena la boca hablando de libertad, reivindicando la democracia. Se piensan grandes hombres, o mujeres, de Estado, por tener el inmerecido privilegio de poder expresarse en la sede de la que debería ser, si ellos no la tuviesen secuestrada, la sede de la soberanía del pueblo: el Congreso o el Senado.

Pero no son más que unos mequetrefes mentales, personas mediocres que han tenido la habilidad, o la desvergüenza, de aprovechar las circunstancias, o servirse de ellas, para sentar su culo en una poltrona que representa todo lo que, a pesar de ‘okuparla’, son incapaces de alcanzar, bien porque no saben, no sirven, o no lo valen.

Sin preparación ni cultura mínimamente suficientes, sin recursos mentales adecuados, ni objetivos con fines sociales ciertos, sin generosidad y carentes, del todo, de humildad; llegan a la política para hacer carrera… ¡personal!, parar asegurarse la nómina e intentar ‘el pelotazo’, para asegurar un futuro, que no merecen, para sentirse lo que no son, aparentar ante el vecino que ‘dominan’ aquello que son incapaces de lograr… para trepar.

Y… nos vienen a dar lecciones, ellos… de lo que sea, ¡pero lecciones! Llegan, vienen, y, antes de irse, nos dicen cómo debemos vivir las vidas que ellos se entretienen en hacernos más difíciles, en robarnos; nos dicen los libros que hemos de leer y los que no, los hábitos que tenemos que adoptar y de los que hay que huir, a dónde viajar, qué casa comprar, qué coche conducir hoy, mañana ya veremos, cuánto y cómo andar o correr o ir en patinete o bicicleta, lo que se puede comer o no y hasta cuándo, cuánto y cuándo beber o no, fumar o no, qué película, programa de televisión, espectáculo o atracción nos va a hacer olvidar la tristeza y cual nos va a hundir en la más profunda de las depresiones…

Ellos –no los hechos ni la Historia ni tampoco la cruda realidad- deciden quien es demócrata y quien no, quien tiene derecho a entrar en la cueva de Alí-Babá y quien se queda fuera, quien puede, aunque no pueda, y quien no puede, aunque deba y pueda.

Ellos colocan, y se colocan, las etiquetas –meras etiquetas que no representan, en absoluto, la ideología ni las convicciones de los que se refugian tras ellas-: tú eres de izquierdas y él de derechas, yo progresista y tú liberal, él de centro, aquel ‘verde’ y ellos radicales, estos comunistas y aquellos fascistas, mi colega, de extrema izquierda y el tuyo, de ultraderecha…

Y, en base a este ecuánime, justificado y más que razonable ‘reparto’, ellos deciden quien se lleva la mejor parte, quien se va a llevar algo de parte y a quien se le va a dar con la parte en sus partes.

Ellos, en base a la asignación organizada, ellos, no nosotros, deciden entonces las reglas de un juego trucado desde antes de ser concebido. El montaje del descomunal engaño se pone, una vez más, en marcha –lleva, de hecho, funcionando así desde hace mucho, mucho tiempo, y les va muy bien… a ellos, no a nosotros, claro-.

Las cantinelas se repiten, se reiteran falsedades, trucos y engañifas, se enmascaran infamias, se disfrazan mezquindades… para que todo siga girando como hasta ahora lo ha venido haciendo, para que todo valga, sin que parezca que todo vale.

‘La zona de confort’, ese aforismo estúpido que han puesto de moda los estúpidos de siempre, es la clave de su éxito. En la medida en la que consigan mantener atrapados en una de ellas a los espíritus débiles que dormitan en los cuerpos lánguidos de gentes atrofiadas, cuando logran que es ‘zona de confort’ –o sea: la inercia cobarde que genera la cómoda rutina- les proporcione el ‘bienestar’ material suficiente para que sientan pánico de perderlo, entonces ya no tienen más que hacer ni de qué preocuparse, el resto lo harán, al no hacer nada, esas gentes encarceladas sin saberlo. Ellos, ‘los demócratas’, han ganado.

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