Vivimos en la era de los derechos, por fortuna. Una época que nos ha reconocido por el hecho de ser personas, unas cualidades que son comunes e irrenunciables para cualquier ser humano. Ese es el principio del que parte la forma de entender el mundo en este trozo del hemisferio: cada cual es único e irrepetible. Eso no quita que, junto a este gran avance, existan otros elementos, "nuevos derechos" que confunden las prioridades, la mayor de las veces de forma interesada, que minoran los logros alcanzados. Esta es una cuestión problemática, filosófica, con múltiples perspectivas y aristas. Al derecho de la mujer de ser dueña de su cuerpo, de marcar el rumbo de su vida, se contrapone el derecho del no nacido indefenso al que no se le puede preguntar. Al derecho de los progenitores de no seguir compartiendo vida y camino- en muchos casos de manera justificada, seguro-, se contrapone el derecho de los hijos a no estar maleta arriba y abajo, con dos casas y cuatro padres- líbreme de juzgar a nadie como quiere o puede organizarse la vida-. Los mismos derechos hurtados a los más de tres mil menores que llegaron a las costas andaluzas este año y que, la mayor de las veces, terminan vagando por nuestras ciudades, sin más ayudas y recursos que los que les prestan las ONG. Usted puede seguir haciendo la lista, cada uno la suya. Decía Escohotado que las sociedades prósperas son las que tienen educación, valores; esta es la esencia de las comunidades más avanzadas. Me temo que en un escenario como el que antes nunca hemos disfrutado, vamos perdiendo mucho de educación y confundiendo prioridades en un egoísmo colectivizado, que encima nos hace infelices. Es fácil responsabilizar al prójimo, llámense "políticos", "mercados", o a mi vecino; todos menos al Dios Yo, nuestro peor enemigo. Nos falta autocrítica, a raudales.

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