La esquina
José Aguilar
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En tránsito
El franquismo estableció una división insalvable entre los ciudadanos "adictos", que merecían disfrutar de todos los derechos -por limitados que fuesen-, y en cambio todas aquellas personas que se consideraban hostiles o peligrosas, a las que había que exterminar o a las que había que hacerles la vida imposible. Recuerdo que a éstos -los vencidos, los sospechosos- se les solía llamar "los desafectos". Y una de las acusaciones que se hacía, sobre todo en los años más duros de la posguerra, era que estos desafectos -junto con los "tibios" y los "dudosos" y los "indiferentes", otras tres categorías sospechosas- ponían en peligro el orden público por su actitud negativa y su conducta derrotista. Por lo tanto, todas estas personas debían ser vigiladas en todo momento, o incluso encarceladas si su actitud podía interpretarse como "peligrosa".
La crisis del coronavirus y el consiguiente estado de alarma -y la reacción histérica de un Gobierno que sabe que se está equivocando en muchas cosas y no quiere reconocerlo- nos han devuelto a los tiempos siniestros de los "desafectos". Ayer mismo, la ministra Celaá aseguró en una entrevista: "No podemos aceptar mensajes negativos, mensajes falsos, en definitiva". Evidentemente, cualquier Gobierno que se enfrente a una tragedia como esta debe controlar los bulos que pongan en peligro la salud de los ciudadanos. Pero el problema es identificar -como hace la ministra- los mensajes negativos contra el Gobierno con los mensajes falsos que deben ser castigados. Sólo un poder autoritario que no respete los derechos civiles puede identificar una opinión negativa contra el Gobierno como una mentira que pone en peligro la salud pública y que por eso mismo debe ser erradicada.
Creemos que las democracias representativas mueren con sangrientos golpes de Estado y con militarotes irrumpiendo en los parlamentos, pero en el siglo XXI las cosas ocurren de forma distinta. Se crean leyes especiales sin control parlamentario, se amordaza o se intimida a los jueces, se controla la prensa, se compran medios de comunicación, se cambian las leyes de enjuiciamiento criminal, se parasitan las instituciones con "adictos" y se destierra a todos los "tibios" o "desafectos". De momento, en España aún no se ha traspasado ninguna línea roja, pero la cosa pinta mal.
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