Mejorando lo presente

A. Reyes

La otra desertización

RECUERDO mis años infantiles correteando arriba y abajo por la calle Porvenir; y las inundaciones impenitentes en la Estación de Pequeñas; y cómo, desde los tejados del silo del Servicio Nacional del trigo, los niños veían las sesiones estivales del Cinema X; también, la carpa del Teatro Chino "Manolita Chen" que cada año, uno tras otro, asentaba sus reales en las cercanías del convento de Madre de Dios.

Y lo que tengo fijado, no sólo en la memoria, también en las pituitarias, son los camiones aparcados y llenos a rebosar de remolachas, a la espera de turno para poder descargar sus mercancías. El olor del tubérculo y de su molienda, que el levante generoso se encargaba de repartir por toda la ciudad, ha formado parte de nuestra historia personal y colectiva. El aroma del vino y de la remolacha ha sido el patrimonio oloroso con el que nos hicimos mayores.

Hoy, cuando los políticos y los científicos no cesan de alertarnos de los peligros del cambio climático y de sus consecuencias sobre la desertización del territorio, me preocupa la otra desertización que asola a esta ciudad: la de la desaparición de sus olores más característicos.

A estas alturas resulta casi imposible percibir en la ciudad el hondo y fresco olor del vino asomando por las ventanas de alguna bodega: han desaparecido muchas de ellas. El brutal desmantelamiento del sector vitivinícola nos ha privado de una de nuestras señas más características. Esta semana, por si no tuviéramos suficiente, nos han anunciado el cierre de la Azucarera de Guadalcacín. Con él perderemos otro de nuestros olores más significativos, éste agrio y cálido: el de la remolacha.

Perder los olores que nos han acompañado desde pequeños es robarnos la infancia, y con ella la memoria, porque la nariz es el órgano esencial de evocación de los recuerdos. Y perder los recuerdos es perder un poco la vida. Tal vez por ello, el cierre de la Azucarera nos deja a todos un tanto huérfanos.

Ante esta despiadada desertización industrial, tan atroz o más que la climática que se nos avecina, esta sociedad global y de consumo que nos consume impone un nuevo modelo de desarrollo: el sector servicios con sus grandiosos centros comerciales. Edificaciones monótonas y uniformes, metros y metros de estanterías, miles de luces de colores y llamativas ofertas, abren sus puertas para acogernos en fila y silenciosos, y para crearnos necesidades nuevas e innecesarias. La revolución del consumo se alza como obligada alternativa a nuestra infancia, a nuestros olores, al tejido industrial que ha formado parte de la historia y de la razón de ser de esta ciudad.

A este ritmo sólo nos quedará la fragancia del azahar en primavera. Desgraciadamente, la otra desertización, la climática, puede poner fin en pocos años a nuestra última referencia aromática. Una ciudad que cambia su patrimonio odorante por una industria inodora e insípida carece de futuro. Como reza el título de esta sección: "Tiene que llover, tiene que llover a cántaros".

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