El pasado lunes 23 se produjo un apagón en la zona donde vivo. Estuvimos seis horas sin energía eléctrica con los consabidos inconvenientes al no poder utilizar el ascensor ni ningún electrodoméstico. Seis horas dan para mucho. Primero para creer que el incidente pasaría pronto y todo volvería a la normalidad. Luego para preguntarse cómo se las apañaban nuestros antepasados cuando aún no existían las bombillas. Después, ya con algo de desesperación pues la cena de Nochebuena estaba en la nevera y la luz no volvía, para enterarse de la gravedad de la avería.

Mientras el sol alumbró aproveché para leer, pero cuando oscureció tuve que encender unas velas para iluminar la estancia. Afortunadamente, gracias a los adornos navideños las había en abundancia. Fue entonces, a la luz de aquellas pequeñas llamas cuando sentí un silencio penetrante. Un silencio que me permitió escuchar el sonido de mis pasos desde la infancia hasta la actualidad, el estruendo de mis errores, el llanto de mis hijos al nacer, la voz inconfundible del hombre al que he amado y el grito desgarrador de su partida. Vi con claridad como la vida se reduce a unos cuantos acontecimientos y todo lo demás es un alboroto insulso que nos perturba con banalidades e intenta convertirnos en autómatas, en seres vacíos, en sombras impenetrables.

El silencio resultó redentor. Importaba poco que no hubiera luz, lo valioso era que yo estaba ahí sin perturbación alguna escuchando la ausencia de sonidos. En medio de aquella quietud y con las llamitas de las velas temblando en su pabilo, recordé unos versos de Pablo Neruda: "Yo que crecí dentro de un árbol / tendría mucho que decir / pero aprendí tanto silencio / que tengo mucho que callar". Cuánta razón llevaba Neruda, hay muchas cosas que callar. Se callan los deseos impuros, los amores imposibles, las esperanzas que agonizan. El alfabeto del silencio debe custodiarse como un tesoro. Que los Reyes os traigan una buena dosis de silencio, de paz y de alegría.

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