Acabaron los días santos de una semana que marca diferencias con las del resto del año. Opiniones para todos los gustos, argumentos interesados que inciden en casi todo menos en lo que realmente debería ser. Pero, eso es motivo para estudios de otros y que este humilde opinador poco puede aportar. Siempre me ha gustado la Semana Santa y, cada vez más, me resulta menos atractiva por la sempiterna manipulación a la que la someten unos avispados que pretenden definir criterios espurios seguidos por una legión de desinformados que sólo ven con los ojos escleróticos de los abanderados de una realidad a la que ellos imponen sus verdades, sustentadas en una pobre filosofía cofradiera sin fundamento alguno. Y como, ya, la Semana Santa del presente se ha hecho historia - aunque alguna Hermandad anuncia salida extraordinaria para conmemorar no sé qué acontecimiento de pobre naturaleza - y los grandes y augustos pensadores sobre estos días preparan sus excelsas e infalibles opiniones como resúmenes a tan determinantes fechas, comienza el tiempo que llevará a los ciudadanos a una fecha crucial para los intereses de todos. Un día en la que se dilucida el futuro, en el que el pueblo se enfrenta a una realidad que marcará sus destinos y que dispondrá a los habitantes a retomar conciencia de un espacio que servirá para elevar el espíritu y creerse de verdad que se trata de un tiempo que hay que vivir con entusiasmo, apasionamiento e ilusión. La Semana Santa, quizás, ha roto la dinámica de estos preparatorios pero en la mente de todos está ese día fijado al que estamos obligados a corresponder para que la vida y, por supuesto, esta sociedad tan necesitada, siga manteniendo su discurrir en ese estado del bienestar al que todos aspiramos. El día del alumbrado señala el inicio de un tiempo festivo al que hay que rendir pleitesía.

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