ESTE año, que se nos ha cruzado de tan mala manera, nos ha hecho reflexionar en el vacío que han dejado las personas que se han marchado. El día de los fieles difuntos es una oportunidad para honrarles y reconocer su legado. Pero en la forma de hacerlo no hay nada escrito, cada cultura tiene un modo distinto de aproximarse a los ausentes o simplemente de ignorarlos. A lo largo de mis viajes he conocido diferentes costumbres, pero es en México donde la veneración a los muertos se convierte en una celebración que la UNESCO ha declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

La tradición, que se remonta a los tiempos prehispánicos del país azteca, indica que las ánimas de los difuntos retornan de manera transitoria al mundo de los vivos para convivir con sus familiares y allegados. En las casas, para recibirlos, se prepara lo que se denomina un altar de muertos, que se coloca sobre una mesa donde se forman varios pisos en los que se colocan ofrendas.

Un altar debe tener velas, agua, sal, frutas, calaveritas hechas de azúcar, un pan dulce muy especial que se elabora para la ocasión, copal o incienso y muchas flores llamadas cempasúchil, que en la lengua náhuatl significa flor de veinte pétalos. Estas flores tienen un color amarillo intenso y desprenden un aroma que junto con la luz de las velas guiarán al difunto en su camino de regreso al hogar. No faltan los adornos de papel en colores muy alegres en los que se recortan figuras alusivas a la festividad y que dan gran vistosidad al conjunto. En estos altares se acomodan las fotografías de los seres queridos que se han ido, algunos objetos que les pertenecieron, platos con sus comidas favoritas y hasta algún vino o licor. De esta manera el alma que vuelve encontrará todo aquello de lo que disfrutaba antes de partir.

Esta celebración es una manera de lograr que una vez al año los difuntos se conviertan en una presencia viva entre los suyos y que nos recuerden que la muerte es sólo una parte de la existencia.

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