Los grandes hombres, se hacen. Es indudable, creo, que traen, de nacimiento, el germen del carisma, imprescindible para llegar a tenerlo; pero no conseguirán jamás sacarlo a relucir, a brillar con toda su fuerza, sin el empeño, la constancia y la coherencia con la que han de ir labrando su presente y haciendo frente a su existencia en ese futuro que, como tal, nunca llega, pero que siempre está llamando a nuestra puerta.
Es la vida, a medida que pasa, quien se lo va a ir exigiendo en su devenir como personas. Que alcancen la honorabilidad de lo cabal, que lleguen a asentarse en ese Olimpo reservado para aquellos que son capaces de mantenerse fieles a sus principios -porque los tienen-, a pesar de la indudable tentación de ceder a terrenales y mezquinos intereses que el populacho, ávido de frivolidad y espectáculo, les va a ir sirviendo en bandeja -más y más anchas serán las bandejas, cuanto mayor sea la intensidad de la valía que les haga destacar de la mediocridad casposa que les rodea-; que lo logren, dependerá de un solo compromiso: el que sean capaces de mantener con ellos mismos: por arraigado en su sangre, por lacrado en sus genes, por pulido y fomentado con sus virtudes, por compañero de sus complejas vicisitudes, por enemigo de humanas debilidades y desafío de banales laxitudes que, tras proporcionar el placer de lo superfluo, no conducen más que al desencanto de la frustración que conlleva el haberse traicionado a sí mismo.
La acongojante superficialidad a la que hemos llegado en nuestra indolente sociedad, rebosante de estupidez, de una vanidad rayana en lo inasumible, sobrada de necios autómatas que saben, sólo, bailar al son del poderoso; tiende una infranqueable cortina de acero que aleja, cada vez más de lo posible, la realización del individuo como persona.
El hombre ha caído, es la comunidad la que le ha usurpado el papel protagonista al que, sin duda, aquel está destinado. Son las masas, decoloradas, sin fisonomía ni talento ni convicción propia, sin pasado digno ni futuro cierto, las que se han erigido; para satisfacción de una casta dominante vulgar, anodina y sin escrúpulos; en soeces timoneles que tripulan esa nave que que a todos nos lleva -"E la nave va…" decía el genial Federico Fellini- hasta el borde mismo de un remolino tenebroso, capaz de apagar la más intensa de las luces, de acallar el más potente de los gritos, de teñir de negro el azul más profundo.
Que terminemos por precipitarnos a lo más hondo de ese fantasmal abismo, lóbrego, espeluznante y por completo irreversible, no dependerá de nuestra voluntad, será entonces demasiado tarde para mantener la capacidad de decidir; tampoco ella, la masa amorfa y envilecida que nos ha llevado hasta allí, podrá ya hacer o deshacer nada, en realidad nunca lo hizo, ni pudo, sólo la propia nao, en su libertad última, o la anuencia de un destino caprichoso, podrán evitar que el infierno dibujado por Dante sea el final de nuestra triste historia: tan demoledora como absurda, tan frustrante como previsible, tan estúpida como doliente…
Es el remolino, ese al que, todos –los que no lo confiesan, también-, hemos mirado tantas veces de reojo, con recelo y temor; sin querer asumir su próxima realidad, a pesar de oír con claridad su rugir, que lo engulle todo… nuestra dignidad, también; a pesar de notar, sobre nuestra piel, las salpicaduras de la espuma, gris, de sus olas, turbias y revueltas… Mandamos subir el tono a nuestra conciencia, con la esperanza vana de acallar el fragor de ese pozo, que lo traga todo… Sólo podemos ser menos miserables si aceptamos que podemos ser miserables.
De esconder la cabeza en el agujero para tratar de huir del peligro inminente, como hacía aquel avestruz del cuento, dejamos que la corriente nos acerque a un principio sin retorno. Llegar dónde ya no hay vuelta atrás, es perder la posibilidad de decidir, es perder la libertad; entonces, dejamos de ser personas: porque sólo ‘somos’ si somos libres.
Viendo, incluso, a muchos otros desgraciados, con el agua al cuello, pataleando, palmoteando en su destino intentando llevar un poco de aire a sus desesperadas y deformadas bocas, mientras son devorados, sin remisión, por las aguas enfermas que los atenazan camino de su tumba, seguimos pensándonos diferentes, a salvo de lo insalvable…; como si llevásemos en nuestro bolsillo una mágica bula capaz de librarnos, un segundo antes del desastre, del desastre del que no nos hemos querido salvar, cuándo aún estábamos a tiempo.
Pero, cuando, sin querer, has empezado a dar vueltas frenéticas, a girar enloquecido, cuando ya ni tus brazos ni tus piernas, ni los principios que olvidaste ni los valores que perdiste, te sirven para cambiar lo que se te viene encima, entonces no hay patente de corso que pueda contra el remolino, y tú estás en él.
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