La tribuna

Manuel Bustos Rodríguez

Todos fuimos embriones

AL principio todos fuimos embriones, incluso quienes, como Bernat Soria, con tanto ahínco defienden el aborto. Sencillamente, si sus madres hubiesen decidido hacer lo que sus hijos propician, hoy no podrían decir lo que dicen. Pero sucedió que sus progenitoras fueron generosas, incluso cuando, tal vez, sus situaciones no eran nada fáciles y rondaban por su mente los problemas económicos, los psicológicos derivados de una familia quizás ya demasiado numerosa o con problemas de convivencia, ¡quién sabe…! Lo que para sus hijos no es sino cuestión de derechos (sin duda, en sentido unilateral), para ellas tocaba sólidas convicciones morales, puramente humanas: ¡cómo acabar con el hálito de vida que llevaban en su seno! En todo caso, no era preciso que tuviesen siquiera una formación avanzada, laica o religiosa; era algo puramente instintivo, natural, casi telúrico: ninguna civilización, de las muchas que han sido en nuestro mundo a lo largo de miles de años de existencia del hombre, se había atrevido a tanto.

Hasta los paganos, anteriores en el tiempo a los cristianos, lo tenían claro. Hipócrates, padre de la medicina antigua, lo plasmó de forma lapidaria: el médico no debía colaborar en prácticas abortivas; de hacerlo, su hermosa profesión quedaría seriamente adulterada. No es, por tanto, una determinada moral religiosa la que se viola con el aborto, sino la más básica, la propia moral natural. Sólo una conciencia muy embotada o ciega podría sustraerse a esta realidad radical. Tampoco los esclavistas supieron ver la perversidad de su trabajo.

¿Qué es lo que puede explicar hoy en día que las medidas pro abortistas de los gobiernos prosperen sin suscitar un rechazo social equivalente a su gravedad moral? Ante todo, el progresivo debilitamiento de los fundamentos morales de la sociedad y de sus miembros. Tal ha sido el efecto de una cultura que el fallecido Juan Pablo II denominara con tanto acierto la "cultura de la muerte". Su apoyo último consiste en algo tan poco racional como confundir lo aparentemente útil para mí con lo bueno, lo moral y, por si fuera poco, con el bien colectivo. Si esto, además, viene avalado por una ley promulgada desde el Poder y/o la mayoría parlamentaria, mejor justificación aún. ¿Acaso, en una sociedad ayuna de Dios no acaba convirtiéndose el Estado o la ideología política de turno en el propio Dios que señala a sus ciudadanos lo que está bien y lo que está mal?

De ahí la importancia que, en este y otros casos similares, adquiere la defensa de la objeción de conciencia, al menos para quienes continúen pensando que, cuando la legislación penetra en los fundamentos morales más íntimos, el ciudadano puede y debe reaccionar si con ella se vulneran los pilares mismos de su existencia como ser humano.

Pero, por otro lado, para que argumentos tan faltos de racionalidad y antiecológicos prosperen es preciso operar sobre el lenguaje, de forma que este vele una percepción correcta de la realidad. La perversidad de las ideologías actuales (la de género está sólidamente atrincherada detrás de las medidas abortistas) consiste en inventar una realidad ficticia mediante el uso de tópicos convertidos en eslóganes (como el del derecho de la mujer a decidir sobre lo que no tiene un derecho absoluto), que terminan imponiéndose a los demás sin reflexión personal y creyéndose a pie juntillas.

La invención de términos y perífrasis para, por un lado, referirse a las cosas cambiando su sentido ("pre-embriones", "interrupción voluntaria del embarazo", "riesgo psicológico para la madre", etc.), y, de esta manera, descargarlas de su carácter cruel o agresivo, y, por otro, evitar una reacción en contra, de manera que, a la larga, sean aceptadas como algo inocuo, constituye asimismo parte esencial del referido propósito. De esta forma lo natural se vuelve obtuso, y algo tan elemental y humano como la transmisión de la vida se convierte en raro, extraño y hasta una carga molesta. Se comprende así la cifra estimada de los 230.000 abortos provocados en España para 2015.

De la misma forma, conviene promover el olvido consciente de los aspectos negativos de una acción. ¿Cuántas veces se ha ocultado a la madre el síndrome postaborto, al igual que los frecuentes y graves problemas psíquicos y de personalidad de las mujeres que han abortado?

En definitiva, sólo una sociedad de buena salud material, pero enclenque salud moral, atiborrada de mensajes tergiversados, con unos dirigentes aduladores de sus deseos más primarios, podría aceptar tan servilmente lo que los gobiernos -y el nuestro es uno de ellos- le presentan como moderno y progresista, siendo como es por su contenido profundamente reaccionario y capaz de atufar con su "hedor individualista burgués" a más de una sólida conciencia solidaria de izquierda.

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