Qué escándalo, qué escándalo! He descubierto que aquí se juega", exclama el capitán Renault, prefecto de policía. Rick le atraviesa con una mirada fría mientras su local, que acaba de ser cerrado por orden de la autoridad competente, se desaloja de forma alborotada. Es entonces cuando el croupier se acerca a Renault y le dice: "Sus ganancias, señor". "Oh, muchas gracias", contesta el capitán mientras coge el fajo de billetes, comprobantes o comisiones que el croupier le pasa. De repente, el tiempo se congela en el Rick's Café. En segundo plano quedan los fragores de la guerra, la Francia ocupada, el protectorado marroquí, el exilio, la resistencia y la apasionada historia de amor de Ilsa y Rick: la evidencia de la corrupción ha hecho su aparición y, durante unos segundos, es la gran protagonista de la trama.

Ese capitán con nombre de coche que denuncia escandalizado la corrupción mientras abre su mano para recoger las ganancias de su propia corrupción tiene tintes shakespearianos, por universal, intemporal y cómico. A veces, el esperpento de la corrupción engendra risa.

En tan breve espacio de tiempo, la escena nos demuestra que la corrupción tiene mucho que ver con la ilegalidad, desde luego, pero no menos con la coherencia, la ética y la moralidad. Una vez identificado el hecho corrupto, suele ser normal que las normas lo describan, lo persigan y lo sancionen. Es la falta de moralidad y de ética la que se obstina en convertirlo en otra cosa y en perdonarle la vida. Es, precisamente, por ello por lo que resulta tan difícil combatir la corrupción: no solo debe intervenir la ley -que por supuesto-, sino también un cambio profundo en la cultura individual y colectiva que, probablemente, aún nos costará algunas décadas. No se acabará la corrupción hasta que la mano no le tiemble al que haya de actuar contra uno de los suyos (ya sabemos que criticar y denunciar al otro es muy fácil y altamente rentable); hasta que ningún "interés superior" se imponga para ocultarla; hasta que seamos capaces de percibirla no solo en lo grande y ostentoso, sino en esos miles de diminutos actos cotidianos en los que la corrupción deposita su semilla venenosa; hasta que, como sociedad, seamos capaces de acabar con la perniciosa distinción entre una moral de lo privado y una moral de lo público. A muchos les gusta autoengañarse pensando que estos son dos mundos separados y que, una vez que en el primero han proliferado el fraude, el nepotismo, el amiguismo y la codicia, no se producirá el contagio hacia el segundo, pero la ética no es un sombrero que uno se quita o se pone según el baile al que va a asistir.

Acabar con la corrupción implica cumplir las normas, pero también comporta hacerse un harakiri personal que ayude a la sociedad a expulsar su podredumbre. Lo contrario, es seguir poniendo la mano para que el croupier del Ricks's Café nos entregue nuestras ganancias.

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