El resultado de las elecciones del diez de noviembre deja un tablero todavía más complicado del que se tenía antes de ir a las urnas. Las coaliciones, las oposiciones, los abrazos hipócritas, las sonrisas forzadas y los dimes y diretes marcarán el inicio del futuro gobierno de nuestro país. Pensando en lo imperfecto del escenario, me doy cuenta de que la perfección, esa puntualidad de acontecimientos y perspectivas no se da prácticamente nunca, ni en la vida política, ni en la de andar por casa. La imperfección, diría yo, es la perfección de la creación. Es ese punto discordante que nos convierte en seres humanos comunes y corrientes. Sin embargo, es también esa chispa de locura que nos empuja a seguir caminando por el asfalto mojado con la certeza de que la lluvia no ha arrasado los sueños, esos entes de luz que permanecen asidos a nuestros pensamientos como los gorriones callejeros a los balcones con geranios. Las contradicciones son parte de la imperfección que nos rodea. Estamos acostumbrados al ruidoso silencio del aguacero sobre el paraguas, a la soledad que acompaña los ratos muertos y a los secretos camuflados que afloran en cada conversación. Al puzzle en el que nos desenvolvemos le faltan o le sobran piezas, por eso no sabemos en qué calle poner la fila de afrentas que esperan ser tocadas por el olvido, ni encontramos la estantería adecuada para colocar el libro que contiene el argumento de la vida que quisimos tener y no tuvimos. Nada es perfecto. Nadie es perfecto. Por eso convivimos con la imperfección como si se tratara de una cicatriz imposible de borrar, de nubarrones negros que no podemos alejar o de palabras de amor que tenemos prohibido pronunciar. Nos acostumbramos tanto a que las cosas no encajen, que en ocasiones asumimos la imperfección como un distintivo, como un signo de pertenencia a algún colectivo. Es como caminar en un espacio que a veces nos agobia y otras nos complace. Es así de intangible, así de ligera, así de intrincada.

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