Jesús / Rodríguez

El español y la fuerza de las armas

A cepa revuelta

AUNQUE pensaba dedicar el artículo de esta semana a ese "1" rojo que brilla en el calendario como una herida sangrante de esperanza, un debate que presencié el martes pasado en cierta televisión autonómica, me lleva a tratar esta semana, como la pasada, sobre nuestro idioma. En él, uno de los contertulios declaraba, con la rotundidad con que se proclama un dogma de fé, que la lengua castellana se impuso siempre por la fuerza de las armas : con las armas acabó con el árabe, con las armas con las lenguas de los indios de América y también con las armas - decía - quiso acabar con las demás que se hablaban en la península ibérica.

Citaba en apoyo de su afirmación nada menos que a Nebrija y su frase famosa : "siempre fue la lengua compañera del imperio". Mi duda es si citaba al gramático sevillano por ignorancia o por mala fe, porque es bien sabido que Nebrija escribió este pensamiento refiriéndose, no al castellano, sino al latín.

La lengua castellana jamás sofocó por la fuerza ninguna de las que se hablaban en la península. Si alguien se acuerda ahora del Cardenal Cisneros debe recordársele que su cruzada no la inició contra la lengua árabe sino contra la religión islámica, como lo prueba el que el castellano no suprimiera ni uno solo de la ingente cantidad de arabismos que lo poblaban.

Respecto a las otras lenguas peninsulares, es verdad que los decretos de Nueva Planta de Felipe V abolieron los fueros de Cataluña, pero no lo hicieron para combatir el catalán e implantar el castellano, sino como represalia al partido que tomaron los catalanes durante la Guerra de Secesión. A Felipe V le importaba tan poco el castellano que ni siquiera lo hablaba : su única lengua era el francés.

Lo mismo ocurrió en América. Salvo en contadísimos lugares, el castellano no se instauró manu militari. Los españoles habían impuesto el castellano a los árabes por razones religiosas, pero con los indios americanos ocurrió justo lo contrario : la Iglesia exigió a los misioneros que aprendieran las lenguas indígenas para hacer sus predicaciones en ellas. Incluso, Don Alonso de la Peña Montenegro, obispo de Quito, proclamó que un párroco que no supiera quechua o aimara, cometía pecado mortal.

De la misma idea que la jerarquía eclesiástica, participaban los misioneros. En los archivos de sus respectivas Ordenes se conservan cartas escritas por ellos, en las que insisten a sus superiores sobre la necesidad de adoctrinar a los indios en las lenguas nativas. El unánime parecer llegó a Palacio y Felipe II decretó : "No parece conveniente apremiarlos a que dejen su lengua natural, mas se podrían poner maestros para los que voluntariamente quisieren aprender la lengua castellana, y se dé orden como se haga guardar lo que está mandado en no proveer los curatos sino a quien sepa de los indios".

La Iglesia americana acogió muy bien la disposición y comenzó a aplicarla, pero al cabo del tiempo se comprobó que era de imposible cumplimiento debido a los cientos de lenguas distintas que hablaban los indios. Al fin, el Arzobispo de Méjico, Don Francisco Antonio de Lorenzana, se vio obligado a rogar a Carlos III que aboliera la antigua disposición y autorizara a evangelizar en castellano. Le ofrecía una larga y razonada argumentación, pero el rey quedó definitivamente seducido por una idea : la doctrina de Cristo no debía enseñarse en lenguas primitivas. El castellano ganó entonces la batalla a las hablas indígenas americanas, pero -como antes había ocurrido con el árabe - no por razones políticas, sino religiosas.

Las cifras apoyan lo que antecede. En 1635, el obispo de Méjico escribió a Felipe V que allí los amos y los criados no se hablan en castellano "porque está más connaturalizada la lengua natural de los indios". Lo mismo sucedía en el Perú. Más tarde, en 1789, Alejandro Malaspina visitó todos los dominios americanos y concluyó que no había en ellos una lengua común, porque el castellano se hablaba -y no en exclusiva - nada más que en las grandes urbes.

Poco después, en 1810 -recién comenzados los movimientos independentistas-, en América había doce millones de centro y sudamericanos, pero sólo un tercio de ellos (los españoles, sus descendientes y los mestizos) hablaban castellano. Del resto - esto es, de nueve millones de indios -, el número de los que lo conocían era ínfimo.

El habla de la lengua fue, sin embargo, extendiéndose en la misma proporción que la población americana, y menos de un siglo después, en 1900, los castellanohablantes sumaban ya setenta millones. Esta expansión del idioma tuvo una doble causa : los empresarios asumieron que el castellano era el mejor vehículo para el desarrollo del comercio y los políticos se persuadieron de que sólo una lengua común podía hacer posible el sueño de Simón Bolívar de la unidad latinoamericana.

El castellano, por tanto, regaló - no impuso - a América una lengua común, pero ella le devolvió el préstamo bien acrecido : los escritores americanos con sus obras literarias y el pueblo llano con sus palabras y expresiones (ahí están grabadora, estacionamiento, novedoso, chocolate, chapapote…) lo han enriquecido extraordinariamente.

Tengo delante un opúsculo escrito en 1980 por Michel Marmin, Director de la Revista Éléments, titulado "Destino del Francés", en el que sostiene que la lengua francesa no tiene más razón de ser que Francia. Afortunadamente para nuestra lengua, el castellano tiene como razón de ser no sólo España, sino también América : del sur y del norte. Además, a diferencia del país vecino, el destino de nuestro idioma no depende de España, sino que, acaso, sea más bien el destino de España el que depende del idioma.

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