Relatos de verano

Hipólito G. Navarro

Las especies protegidas (II)

Tres semanas de guardias regalan demasiadas noches en la diagonal de las sábanas para ella sola, demasiadas horas para la imaginación

 UN ronquido de su compañero más fuerte de lo normal le sujeta el pensamiento al documental que vio mientras cenaba, la cadena de ideas fluye con naturalidad por los casquetes polares, el espacio congelado donde cientos de morsas duermen en gigantescas plataformas de hielo a la deriva, llevándose las posibilidades del marfil por un entramado de coordenadas imprevisibles en los radares de los furtivos, atrapados en sus barcos en el frío, soñando con mujeres pelirrojas inmensas que los esperan en los poblados de tierra firme; luego la enfermera enorme que pasa de nuevo a la vez que Pedro compone ronquidos acordes con el documental sobre las morsas, los témpanos de hielo por la televisión y su mujer preparándole el café para que no se duerma en la guardia para un recluso tan peligroso; pero su mujer también muy fría, extraña, como ausente, desacostumbrada a tantas noches sola en la cama, recuperando el onanismo soltero de hace tanto. No puede reprochárselo, es inevitable; tres semanas de guardias regalan demasiadas noches en la diagonal de las sábanas para ella sola, demasiadas horas para el escarabajeo de la imaginación y la insistencia de la suavidad de la seda en la piel huérfana. No puede reprochárselo; pero ahora, tomando el café negro ene más uno sin que le sirva de mucho, le reprocha su frialdad, el hablar sola en la cocina, y recién ahora se da cuenta, ese olor que había en la casa, ahora mismo se da cuenta, ese olor a tabaco rubio que ella no fuma, ahora se da cuenta, y él fuma negro de toda la vida, ese olor a tabaco rubio, ¿de quién ese olor en la casa? Su mano que acariciaba la culata se deja de manoseos y aprieta las cachas con fuerza a la vez que una luz le llega urgente a la cavilación para mostrarle a la mujer de Pedro que sí fuma rubio, que es amiga de su mujer aunque no mucho, y que sí, sí, es posible que hoy que iban ellos a hacer la guardia juntos, sí, la mujer de Pedro se hubiese pasado por allí para hacerse cómplice también de las dos ausencias de uniforme. Entonces él le da un codazo al sueño de Pedro y antes de explicar nada le pregunta a bocajarro: “¿Tu mujer iba hoy a ver a Pilar?”. Los ojos de Pedro tienen esa forma redonda suya característica, pero el blanco que se le ha conocido desde siempre está surcado por docenas de venitas rojas como carreteras en un mapa, y sus ojos se sabe que son los suyos porque están saltones en su cara, pero aislados podrían ser ojos de puma o de pelícano; ojos que cierra apretando los párpados y que refriega peligrosamente con las manos. Cuando los vuelve a abrir, más rojos todavía, y pregunta ¿qué?, ¿qué dices?, y él le repite que si tu mujer fue ayer a ver a Pilar, los ojos de Pedro bizquean, toman un carácter geométrico que se acerca al cuadrado, se vuelven a cerrar y parecen decir no me jodas con esas preguntas ahora, hombre.

Pedro no lo sabe pero puede ser, puede que su mujer le hiciera una visita a Pilar, ¿por qué no? Menos mal. Quizá la frialdad que sintió en la cena, ese ocultarle la mirada (recién ahora se da cuenta), esas maneras nuevas sólo tengan que ver con un onanismo recuperado por culpa del preso que tarda tanto en sanar. Sería terrible un amante secreto ocupando la frustración de sus horas de uniforme, tantas caricias en su cama mientras él toma un café asqueroso (¿a qué viene ese despiste con el azúcar?), terrible imaginarla a ella entrelazada con otra carne mientras él lucha contra el sueño en un sillón frente a la 376. Pedro no lo sabe pero puede ser, puede que su mujer le hiciera una visita a Pilar; tendrá que preguntarle a Pilar.

Casi al terminar el paréntesis de las cuatro de la madrugada deciden los dos tomar más café, y vuelven a coincidir en los comentarios del azúcar ausente y del poco efecto que les hace, menos todavía a Pedro, que tiene los ojos hinchados y el sueño lo agarra por la espalda y no es capaz de levantarse, le pesan demasiado las horas en la misma postura. Incluso antes de guardar el termo en la bolsa Pedro ha vuelto a dormirse y él tiene que posponer la escapada a la sala de espera para un cigarrillo salvador de la noche tan larga y tan lenta.

Después vienen las cuatro y cinco, y hasta que vienen las cuatro y diez o las cuatro y cuarto pasan dos o tres horas y varias enfermeras con los termómetros y los calmantes. Lo mejor es no hacer cuentas, aunque él sabe perfectamente que cuando su mujer esté lista a las ocho para ir al trabajo su reloj aún andará remoloneando por las cinco o cinco y media de la madrugada. O sea, que cuando realmente vienen las seis por el pasillo mezcladas con los ronquidos inquietos de la 376 su mujer llevará ya dos o tres horas en la oficina. Lo que desconoce y no llega a encontrar es ese punto de inflexión donde los dos tiempos se encuentran y permiten que después coincida con su mujer a las tres de la tarde de ella en las tres de la tarde de él. La repera si lo entiende después de otra noche en el hospital.

De todas formas, como las horas que quedan tiene que gastarlas ahí sentado, y como es posible que aunque Pedro no lo sepa su mujer haya fumado en casa y ése sea sin más el asunto, decide acelerar el tiempo de guardia y como manera mejor de recortarlo en algo se enchufa los auriculares y comienza a revisar la cámara y los carretes, vuelve a estudiar en su cabeza las perspectivas de la ciudad que ha visto desde la ventana del preso, saca unos apuntes sobre las condiciones de luz de ciertos ángulos a la hora del amanecer y ajusta los botones para forzar a mil ASA una película de cuatrocientos.

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