Relatos de verano

Hipólito G. Navarro

Las especies protegidas

SI en el plano físico una de las partes de su cuerpo más rápidas y mejor entrenadas acaricia en este momento la culata de una pistola preparada para cualquier eventualidad, en el plano digamos mental otra de sus partes no menos efectiva imagina arquitecturas imposibles, ciudades de pesadilla, escaleras que no conducen a ninguna parte, ventanas ciegas, puertas abiertas como bocas negras esperando a los habitantes ausentes, a él quizás, ¿quién sabe?

A la vez, sus planos físico y mental, los dos juntos, incómodamente doblados en un sillón de escay en medio del pasillo, luchan contra las ganas enormes de darse un paseíto y fumar un cigarrillo en un ambiente menos hostil, lucha inútil por otra parte, porque su compañero Pedro, saltándose todas las normas, dormita, o realmente duerme a pierna suelta, con los auriculares encasquetados oyendo tal vez músicas que se pierden en su sueño desde el aparato de radio escondido en un doble fondo de la bolsa con los bocadillos.

Sus ojos, siguiendo desde la cabeza de Pedro el tortuoso camino del cable, que luego de dos vueltas enredadas en el brazo de su amigo y caer desmayadamente en el suelo sube en varios rizos hasta la cremallera de la bolsa y se mete en su oscuridad, le dan en principio la imagen confusa de algo como una moneda desproporcionada y de color indefinido, que cuando enfoca bien y apoya el sentido de la vista con el del tacto traduce en sus centros de la memoria como la tapadera del termo de café que su mujer, seguramente ahora atravesada diagonalmente en la cama aprovechando su ausencia, había llenado horas antes con un líquido negro sin azúcar que sabe a culebras.

Las tres de la madrugada. Desde las once van cuatro, calcula, y en cuatro horas, puede comprobar, el café sigue manteniéndose tan amargo y casi tan caliente, ¡puajj, olvidarse el azúcar, carajo! Mete luego el termo en la bolsa con la misma mano de la pistola, colocándolo en otra postura para evitar nuevas confusiones numismáticas, y aprovecha entonces la mano allí dentro para continuar lo que los ojos no pueden: con dos dedos, el del gatillo y el pulgar, coger suavemente el cable y seguir el camino hasta la radio diminuta y darle al botón, se supone, de stop o parada del aparato para que Pedro sueñe sin interferencias; pero al tacto se parecen tanto los botones que Pedro, con el volumen aumentado de uno a diez en un segundo, da un grito prohibitivo a la vez que un salto lo dispara del sillón y se saca la pistola apuntando desde ya a no se sabe qué gamusino nocturno. "¡¿Qué pasa, qué pasa?!", grita.

Una vez aclarado el origen de la descarga estereofónica, los dos, Pedro y él, piden disculpas a las enfermeras y a los que, ¿cómo explicarlo?, después de sueños obtusos en el equilibrio de sillones idénticos a los de los guardias y con las cabezas dobladas sobre las mantas que cubren a sus familiares enganchados al suero, han despertado no en sus camas conocidas sino en un hospital con olor a hospital y luces de hospital que no es lo mismo que sus camas conocidas con otro olor y otra luz, y sin dos policías armados que custodian en la 376 a un preso que se ha tragado dicen unos un mechero, dicen otros ciento seis agujas, dicen otros que además de las agujas un imán, que de tontos no tienen un pelo los presos.

Cuando ya su compañero Pedro está relativamente despierto puede entonces salir él un momento a la sala de espera para fumar a escondidas un par de cigarrillos que le amortigüen el mono de tres horas sentado observando cómo la suave tela blanca de los hospitales, a la vez que uniforma al personal, le da una dimensión insospechada a ciertas partes de las enfermeras, se supone que sin apenas nada más puesto que esas batas cuasi transparentes que agitan el aire estancado del pasillo y que dejan penetrar por tantos huecos los deseos de un policía demasiadas noches doblado en un sillón inhumano, y más comparado con la diagonal que ocupa su mujer en el lecho tan grande aprovechando su ausencia.

Al encender el segundo cigarrillo con la brasa achicharrada del primero tiene la visión fotográfica repetida del zig zag de la escalera de incendios desde la ventana aún en sombras. Regresan entonces a su imaginación las arquitecturas imposibles, las ciudades de cómic, lo urbano inventado y reinventado cientos de veces en el laboratorio durante las horas libres. Piensa en la cámara escondida en la bolsa de los bocadillos y en las posibilidades de la habitación del preso justo al amanecer, construye montajes en su cabeza haciendo equilibrios de fusión con la ampliadora en el cuarto rojo y enano, mientras afuera su mujer esperará resultados de locura, el puzzle donde se pueden ver superpuestos reflejos de semáforos con los brillos de sus senos untados de mermelada de moras, el sexo abierto fundido con la boca de un túnel por donde asoman tímidos dos faros de automóvil después del coito impregnado de emulsiones químicas y virajes en azul. Está por encender un tercer cigarrillo cuando una enfermera lo saca de los revelados a priori para decirle que su compañero Pedro se ha vuelto a dormir, esta vez sin los auriculares, menos mal.

Sentado otra vez frente a la 376, al lado del siete que construye trabajosamente Pedro en el sillón, las líneas de una enfermera enorme que pasa le desvían los pensamientos hacia vagas imágenes entrevistas apenas en la televisión mientras cenaba antes del trabajo: algo referente a la extracción del marfil y las especies animales protegidas, a los cazadores furtivos, a verdes de selva tropical…

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