Relatos de verano

mireya hernández

Ocho estampas sureñas y un hombre menguante

Ha empezado a llover y el silencio se ha adueñado del Paseo de la O. No pasan coches por el puente ni barcos por el río. Parece que hemos vuelto a la época en que Clara y Luis compraron la casa, antes de que todo cambiara menos el pescado y las ruinas del castillo. Al rato sale el sol y con él salen los patos, sale un perro marrón, salen los turistas, salen los adolescentes y salgo yo. A mi paso, las paredes y las ventanas hablan de soledad, de respeto y de lealtad. Antes de que anochezca oigo en un bar que un piragüista ha salvado a un niño en el Guadalquivir. 

Ilustración: Rosell

Ilustración: Rosell

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HOY la mujer morena ha vuelto a pasar por delante de mi ventana. Pasa siempre a la misma hora, con su cara de cartón y su pelo muy negro ensortijado. Parece una muñeca antigua o un payaso. Las pestañas espesas, la piel pálida, los ojos profundos como lagos. Tiene una mirada extraña, desubicada, y camina tan rápido que apenas veo nada aparte de sus ojos y todos esos rizos cayéndole por la frente.

A veces somos nosotros los que miramos y otras son ellos los que nos miran. Ayer un señor metió la cabeza por la ventana y se quedó un buen rato observando el suelo de la oficina. Al cabo de unos segundos chasqueó la lengua y dijo: "No, creo que éste no se puede pulir". Y nos dio un papelito con el dibujo de un hombre y su sombra reflejada en el pavimento donde se leía:

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Una tarde que estaba la puerta abierta entró un rumano a pedir dinero, con la cabeza gacha y las uñas muy sucias. Dos veces llamó un anciano que vendía bolígrafos de todos los colores a cambio de la voluntad. Al menos cinco personas nos dejaron su currículum en un mes. Una de ellas estaba realmente desesperada, se lo noté en los ojos y en el temblor de las manos.

Algunos creen que somos una oficina de Hacienda y muchos hacen preguntas o piden indicaciones para llegar al centro. En las últimas semanas han venido a fumigar, a arreglar el router y a traernos 200 botes de crema de cacao.

Un día vino una señora vendiendo seguros dentales. Quería hablar con cada uno de nosotros y Miguel le dijo que no, que estábamos trabajando. "Sólo va a ser un minuto, apenas les voy a quitar tiempo", susurró mientras franqueaba la puerta. Pero Miguel le cortó el paso y no tuvo más remedio que marcharse.

De vez en cuando se acerca gente que mira el cartel de la entrada para lograr descifrar qué es esta pecera a pie de calle donde no parece que se venda nada. Hay quien pega la cara en el cristal y se queda observando los ordenadores como si no estuviéramos ahí o como si fuéramos objetos expuestos en una vitrina.

Los grupos de turistas que se disponen a recorrer la ciudad en bicicleta empiezan la ruta justo enfrente de la agencia, así que es común oír timbres e idiomas extranjeros. Por su falta de equilibrio y su risa nerviosa, da la impresión de que algunos no han montado en bicicleta desde que eran pequeños.

Cada mañana vienen carteros y repartidores y nos entregan paquetes a cambio de firmar con el dedo en una pantalla minúscula, y varias veces a la semana pasa el camión de la basura para vaciar los contenedores de papel y envases donde un día alguien quiso tirar una bañera.

Desde que ha empezado el calor hay muchas cucarachas. El otro día al salir vimos una docena de hormigas cargando a la que acabábamos de matar. Me acordé de cuando vi a una chica muy blanca y unos pantalones muy cortos y unas manos llenas de pecas y una mujer sin un ojo y luego vi una hormiga gigante cargando a otra hormiga gigante y pensé que la de arriba estaba muerta o que no podía moverse hasta que llegaron a una ciruela aplastada que había en el suelo y se fue cada una por su lado.

Enfrente de la agencia hay un bazar chino que casi nunca está abierto. El dueño tiene un coche muy caro y la dueña lee la Biblia en chino. "Poco a poco", me contestó cuando le pregunté qué estaba leyendo, "poco a poco". No tardé en darme cuenta de que la tienda estaba llena de estampas de vírgenes y velas. La cantidad de procesiones que habrán recorrido esa calle. La cantidad de capirotes y cirios que habrá visto esta mujer desde la penumbra de su asiento.

Cada día pasa mucha gente por delante de mi ventana. Algunas caras las he visto tantas veces que podría reconocerlas en medio de la multitud. Una es la de un hombre alto y con el pelo engominado y peinado hacia atrás que debe de llevar años muy enfadado por algo. Otra es la del camarero del bar de la esquina. Otra la del frutero más joven. Otra la del regulador de aparcamiento. Otra la del africano que lleva siempre la misma ropa. Otra la del panadero del mercado que tiene las manos llenas de harina.

Hace poco pusimos en la entrada una mesita y un par de sillas de forja para los que salen a fumar o a tomar el aire. En esas sillas se sienta mucha gente. Personas mayores, niños, turistas que miran mapas, parejas que descansan a la sombra. Un día una mujer oronda llamó al timbre. Le abrí y me quedé mirando los pliegues de su cara y de sus brazos. "¿Podría sentarme a comerme el bocadillo antes de ir al médico?", me preguntó. "Estoy enferma del corazón y necesito sentarme un momento". "Claro", contesté. "Quédese el tiempo que necesite". "El médico está ahí. En cuanto termine de comer me voy".

Desde mi sitio sólo podía ver una mata de pelo gris y los brazos rollizos doblándose cada vez que se acercaba el bocadillo a la cara. Al rato llamó al timbre de nuevo y me preguntó cuánto me debía. "Nada, señora, no me debe nada". "¿Seguro?", respondió. "¿No quieres una fruta o algo? Te puedo comprar una fruta ahí mismo". Negué con la cabeza y le sonreí. "Muchas gracias, de verdad. Eres muy amable". Y se alejó secándose el sudor de la frente con un pañuelo.

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