César Romero

La estatua ecuestre (4)

Tras la retirada de la estatua ecuestre del dictador anterior jefe del Estado de la principal plaza de una capital del sur de España en 2006, que el alcalde ha explicado en un bando, y la encendida pieza del columnista más célebre de la misma, el periódico rival encarga a la joven promesa de la prensa local un artículo que contrarreste los efectos de aquélla. A la vez, se celebra un Pleno municipal donde las asociaciones por la memoria histórica protestan contra la falta de información del alcalde.

Hizo una pausa retórica y prosiguió: Y me pregunto: ¿también queremos compararnos con la Italia del apergaminado Berlusconi? ¿También? Ah, me dirán, Italia es mucha Italia. Italia es la cuna del Derecho, de César, de Dante, de Miguel Ángel, de Galileo. A Italia todo se le puede consentir, y perdonar. Hicieron los deberes tan pronto, cumplieron con la Humanidad tan al principio que ya todo les está permitido. Como el niño travieso y simpático cogido en falta, a veces gravísima falta, siempre se hace perdonar. Vale, admitido. Pero por qué seguirlos también en eso. ¿Acaso nosotros hicimos los deberes tan pronto? No somos traviesos ni gamberretes sino adustos, envarados, refraneros, avinagrados. ¿Por qué no abrir nuestro propio sendero y mantener las estatuas y las placas en recuerdo de quienes derramaron sangre de los nuestros, y nos quitaron la palabra y la libertad y no nos dejaron hacer lo que hacían los demás, en vez de quitarlas? Son ustedes defensores de la memoria histórica, una labor que me parece encomiable, loable, digna de alabanza. Porque además no ganan nada particular en ello. Nada material, quiero decir.

Ilustración: Rosell Ilustración: Rosell

Ilustración: Rosell

Alcalde: fuera, fuera, empezaron a gritar desde la última bancada. La presidenta del pleno ordenó silencio. Gracias, presidenta. Defienden ustedes la memoria histórica. Nada más loable, decía. Pero, ¿qué memoria? ¿Una memoria incompleta porque sólo recuerda parte de lo sucedido, no todo? ¿Una memoria que borre lo que no nos gusta, como pretendía el absolutista Fernando VII con el trienio liberal, al que denominó los mal llamados años? ¿Una memoria que recuerde lo que pudo haber sido pero no fue, por mucho que nos pese? ¿Una memoria que se base en ficciones o en hechos, nos gusten o no? Hemos quitado la estatua, sí. La situación era insostenible y antes que echar leña a ese fuego he preferido retirar la pira. Pero, pregúntense, a solas, cada uno a sí mismo: ¿es mejor eso que mantenerla?

¡No, no, no!, gritó la bancada. Muerto el dictador se acabó la rabia, añadió una voz desacompasada. El silencio volvió sin que la presidenta tuviera que impetrarlo, quizá porque casi todos se quedaron rumiando la frase oída y preguntándose qué diablos habría querido decir el exclamante.

¿No es mejor dejar todas las estatuas y plazas dedicadas a los dictadores y las calles con nombres de golpistas o fechas de acciones repugnantes para que no olvidemos? ¿No es mejor pasar todos los días ante el dictador ecuestre y no olvidar ni uno solo que durante cuarenta años gobernó con puño de hierro y voz de pito nuestra escamada nación? ¿No es mejor mantener en su calle el nombre del capitán que ordenó el asalto a esta casa consistorial y mandó asesinar a su ejemplar alcalde que, en vez de poner tierra de por medio, se mantuvo en su puesto cuando casi todos, aquel sábado por la tarde, descansaban? Se recuerda antes el nombre del asesino que el del asesinado, me dirán. No es así. También los asesinados tienen sus monumentos, sus plazas, sus calles. Y sus actos de recuerdo y desagravio. Y además, si por algo se los recuerda es porque dieron su vida por sus principios, por defender la ley vigente que sus asesinos no respetaron. Manteniendo el recuerdo de los criminales, ¿no se está manteniendo el recuerdo del crimen? Para que no olvidemos, para que sepamos lo que hicieron, no para ponerles flores ni conmemorarlos, no en conmemoración suya sino para escarmiento de los vivos.

El alcalde se sentó y sus ediles rompieron a aplaudir todos a una. Se pusieron en pie, incluso la presidenta, saltándose su autoimpuesto papel institucional, neutro, se puso en pie y también aplaudió. El secretario salió ligeramente de su duermevela pero no lo suficiente como para oír los gritos provenientes de la última bancada.

¡¿Dónde está?!, ¡¿dónde está?!, ¡¡¡dondestá!!!

Desbloqueó el móvil y le dio a la tecla de lectura del mensaje: Martita 39 fiebre, la recojo en guarde, leyó. Se quedó pensativo. Quién sería esa pequeña Marta cuyo padre, o madre, se iba a quedar sin saber que tenía casi cuarenta de fiebre y a quien uno de ellos, seguramente apresurado, tras pedir el enésimo e injustificado, pese a lo justificable, permiso en el trabajo, estaría recogiendo para llevársela a casa y darle Apiretal y mucha agua y acunarla hasta que el sueño la tranquilizara y la fiebre fuera bajando. Bloqueó el móvil y solicitó la palabra. Se puso en pie y pidió silencio con las manos a su bancada, sentaos parecía decir con las palmas batiendo el aire, aplastándolo, aún no he acabado. Miró a la presidenta para que le activara el micrófono, pero no fue necesario: estaba abierto. El alcalde la miró de nuevo y se alegró de no haber dicho ninguna inconveniencia en voz baja, esos comentarios hechos cuando se cree que el micro está cerrado sin estarlo y luego las radios y las televisiones sacan y los dejan a uno desnudo ante la jauría, pensó, porque no siempre lo que sale de los labios grabados sin saberlo es una salida tan a la italiana, un simpático y poco hiriente "Manda huevos".

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